Una ciudad en muletas

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La conservación del patrimonio edificado del país, y concretamente en nuestra ciudad, es a base de una política a raja tabla. El Gobierno Federal, de donde dependen básicamente las políticas de protección patrimonial, carece de planes y programas de apoyo a propietarios de bienes inmuebles catalogados y eso ha provocado una destrucción lenta, pero constante, de todas aquellas fincas que tienen una importancia real o relativa para la historia.
Este intento de conservación del patrimonio edificado del país se ha basado en sanciones, lo que ha motivado a los propietarios de estas fincas a dejarlas en el abandono y esperar, pacientemente, que el resto lo hagan los fenómenos meteorológicos y el tiempo, tal y como ocurre en el Centro Histórico de Guadalajara, donde se evidencia una ciudad llena de soportes para mantenerse en pie, una ciudad en muletas.
La destrucción de las fincas de valor patrimonial en el corazón de nuestra ciudad, ha sido una constante a lo largo de su historia. Siempre en búsqueda de la modernidad, han caído edificios de gran valor que dejaron su lugar a construcciones que pretenden ser más funcionales, en el mejor de los casos, pues en otros el motivo es darle espacio a los automotores.
Conforme a los registros disponibles, desde la década los 40, Guadalajara entró a la era de la modernización con la destrucción de manzanas completas, y justamente de las más antiguas como fueron todas las adecuaciones hechas para darle forma a la Plaza Tapatía y la Cruz de Plazas, después de lo cual, a principios de los 80, llegó el interés por la conservación de la riqueza arquitectónica y cultural que caracterizaba a la ciudad.
Salvo contadas excepciones, la conservación del patrimonio edificado ha sido tarea del gobierno, pero centrada exclusivamente en los edificios públicos (en esta administración son 22 inmuebles los considerados en el programa de rescate y conservación, entre los que se encuentran el Teatro Degollado, la Casa Museo José Clemente Orozco, el Instituto Cultural Cabañas y el templo de Santa Mónica, entre otros), porque es materialmente imposible pensar en otras acciones, las que han quedado en manos del interés de particulares, que no siempre corre por el mismo camino de la cultura.
Parte fundamental de este desinterés por la conservación de las fincas patrimoniales es, desde luego, lo complicado y costoso que resulta hacerlo y en contraste, lo lucrativo que es la especulación con el suelo en el primer cuadro de la ciudad.
Quien se interese en la conservación y restauración de este tipo de inmuebles, debe recorrer el largo camino de la burocracia y estar dispuesto a erogar grandes sumas de dinero debido a que el Instituto Nacional de Antropología e Historia (a quien corresponde la protección de la mayoría de fincas patrimoniales), requiere de muchos y costosos requisitos que es indispensable atender, entre ellos el pago de restauradores avalados oficialmente para la realización del proyecto y además, el empleo de despachos de constructores con una trayectoria reconocida.
Eso desde luego incluyendo licencias, permisos, seguimiento gráfico de los trabajos a realizar (cuando los aprueben) y, desde luego, la entrega de documentación personal y las copias de todo y el pago de poco más de 60 pesos por el derecho a trámite, el cual puede el Instituto no contestarle en tiempo y forma, 20 días hábiles que tiene como plazo legal, pero eso simplemente significa que su petición fue rechazada.
La complejidad y los costos que implica justamente atender las viejas fincas del Centro Histórico, es lo que ha provocado la instalación de grandes y estorbosas estructuras metálicas o polines apuntalando muros, que nos dejan la impresión de que las viejas paredes se detienen con muletas ante el peligro constante de un derrumbe, justo lo que pasó la madrugada del 21 de julio pasado, cuando una parte la vieja casona de Reforma y Pino Suárez se vino abajo.
La Dirección de Protección Civil y Bomberos de Guadalajara realizó un recorrido por las 765 manzanas que comprenden el Centro Histórico, a fin de revisar las viejas fincas que aún se conservan en pie. Los resultados son la existencia de 182 fincas con daños estructurales y catalogadas como de bajo, mediano y alto riesgos, naturalmente la cantidad más baja en la última categoría, en donde a decir del presidente municipal, Alfonso Petersen, serían unas 40.
Ahora, el listado de fincas advertidas que asciende, sólo en el centro, a 79, abarca incluso casi cuadras enteras, como en el caso de la calle de Frías, del 264 al 288, una docena de inmuebles que están en malas condiciones, aunque en términos generales hay una gran cantidad de fincas repartidas por todas las calles del primer cuadro que se han convertido en una grave amenaza para la comunidad.
Hay fincas apuntaladas con enormes estructuras, más costosas de lo que puede invertirse en el derribo definitivo de estos inmuebles que son sólo el cascarón de lo que hace más de un siglo fueron las residencias de los hombres más ricos de Guadalajara, porque el centro estaba única y exclusivamente destinado a ellos y a los representantes del poder, los gobiernos municipal y del estado (aunque el Palacio Municipal no es el mismo de antes, fue reconstruido al abrirse la Avenida Alcalde), el Palacio de Justicia (a partir de 1952), que fuera construido por allá en el Siglo XVI como el Convento de Santa María de Gracia y desde luego el Arzobispado.
La vieja Guadalajara, o sus vestigios, es el resultado de una sociedad que se puso en movimiento y decidió cambiarle la fisonomía a su ciudad, antes de que los ánimos conservadores impidieran el derribo de inmuebles que ahora desaparecerán, sólo es cuestión de tiempo. Y entonces, ni siquiera quedarán en pie las fachadas que deberían ser el primer objeto de rescate del Instituto Nacional de Antropología e Historia.
Claro que no todos son tropiezos, debemos destacar el rescate del llamado corredor urbano Colón-Pedro Loza, que cuenta con fincas patrimoniales en buen estado de conservación. En una primera etapa se catalogaron 80 fincas, dos en la categoría de monumentos históricos civiles relevantes por decreto de ley; un 36 por ciento son inmuebles de valor artístico ambiental, y 33 por ciento de valor artístico histórico.
La razón de ello es simple, nadie quiere vivir en la zona más contaminada de la ciudad; todos huyen al primer cuadro por sus conflictos viales, porque la gran cantidad de fauna nociva que habita en sus drenajes y porque el costo del metro cuadrado está al alcance solamente de los ricos, quienes sin duda prefieren mejor refugiarse en un coto de superlujo, muy lejos de la asfixia que genera la concentración urbana.

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