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Aquí donde la ciencia. Curiosidad y experimentos en México antes de la Revolución

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El primer gran acontecimiento científico mexicano ocurrió antes de que existiera México. Y, oficialmente, ni siquiera ocurrió.

En los primeros años del siglo XIX un químico llamado Andrés Manuel del Río estudia un material que encuentra en Zimapán y le dicen plomo pardo, pero que él bautiza como eritronio luego de percibir ciertos cristales inesperados que producen una aurora roja. Del Río se convence, en fin, de que ha descubierto un nuevo elemento químico, pero no consigue persuadir a sus colegas.

Mucho tiempo después unos suecos encuentran un material idéntico y lo nombran vanadio en homenaje a la diosa Vanadis, y se convierte en el elemento número 23 de la Tabla Periódica de los elementos. Casi al mismo tiempo se reconoce que el material sueco es idéntico a ese que el químico mexicano había presentado. Sin embargo, Andrés Manuel del Río no consigue reivindicar su descubrimiento, mientras se lamenta del trato que se le dispensa a quienes no trabajan en Europa, “donde quieren mantener el monopolio de los descubrimientos”.

                        Aquí donde la ciencia se adelanta/ a leer la solución de un problema/                                                     cuyo solo enunciado nos espanta

La historia del eritronio ejemplifica la situación general de la ciencia en México durante su prolongado proceso de maduración: talento, empeño, ingenio, desdén y aislamiento. Se recurre a la ciencia para construir la nación, es decir, nombrar el mundo: reconocer el territorio y sus características de flora y fauna, determinar la longitud y latitud de las principales ciudades, comprender las veleidades del clima, incrementar la producción de alimentos, pero siempre se escatiman los presupuestos destinados a las actividades de educación e investigación, que nunca —ni entonces ni ahora— se reconocen como prioritarias.

Entre nosotros surgen individuos de talento extraordinario, pero el trabajo científico es una labor eminentemente colectiva, lo que significa que la ciencia requiere no solamente de individuos, sino que necesita instituciones, laboratorios, publicaciones, organización de congresos.

Cuando apenas se está instalando Guadalupe Victoria como primer presidente de la república, su Ministro de Relaciones Exteriores, Lucas Alamán, lo convence de fundar el Museo Nacional Mexicano en 1825, evolución de aquel Museo de Historia Natural que había sido inaugurado hacia 1790; y para 1833 se funda la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística.

En un lapso de más o menos cinco décadas se erige una cantidad importante de institutos y sociedades científicas en México que, para proyectar hacia el exterior su imagen nacional, también recurre a la ciencia: participa en la mayor parte de las Exposiciones universales que perfilan el siglo XIX, presumiendo sus productos locales: minerales, dulces, granos, chiles, artesanías, textiles, estampados, bebidas industriales; pero también mecanismos y dispositivos de invención propia, creaciones artísticas, publicaciones.

Pues por mi físico retórico y poético,/ astrónomo, filósofo y político,/ sin duda soy el hombre más científico/ que en el mundo puede haber

Así que, en 1910, y antes de la Revolución, la ciencia aparece con acelerada frecuencia —como perspectiva para leer el mundo o cuando menos como un sustantivo recurrente— en las publicaciones periódicas que consultan algunos mexicanos (no olvidemos que apenas el 30 por ciento de toda la población ha logrado salir del analfabetismo).

Pero este no es un año como cualquier otro: una avalancha de avisos del fin del mundo se extiende por todas partes, porque el “cometa de Halley” habrá de pasar muy cerca de la Tierra. Aquello fue una evidencia más de las contradictorias relaciones entre la ciencia y el resto de la sociedad: se dijo que del cielo llovería fuego, que una sucesión imparable de terremotos haría estallar la tierra en fragmentos, que descomunales olas de mar inundarían los puertos… y que —causa principal del mayor desastre— un gas letalmente venenoso se esparciría por el planeta entero.

Superado el temor primaveral que había producido el cometa, en México se pone en marcha un ambicioso programa de festejos por el centenario del inicio de sus guerras de independencia y la ciencia vuelve a ser el pretexto para sugerir que las puertas nacionales hacia la modernidad están por abrirse: el 1 de septiembre de 1910 se inaugura, con descomunal fastuosidad, el Manicomio General La Castañeda, el más grande y equipado hospital psiquiátrico, rara metáfora del progreso y el orden; la mañana del 5 de septiembre se funda la Estación Sismológica Central de Tacubaya, y de paso queda instalada la Red Sismológica Nacional; y el 22 de septiembre, en fin, se escucha la voz de Justo Sierra en el discurso inaugural de la Universidad Nacional, que resume los anhelos de la ciencia en México a unas semanas de que estalle la Revolución: “Adquirir los medios de nacionalizar la ciencia, de mexicanizar el saber […] La acción educadora de la Universidad resultará entonces de su acción científica”.

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