El norte de la literatura mexicana

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Al observar a Elmer Mendoza mientras habla, rodeado de libros y cuadros en la oficina de la directora del MAZ, todo se podría pensar menos que sus novelas alberguen historias de crímenes, ejecutados, asesinatos; con el narco, en suma, como telón de fondo.
Amable, radiante, de risa fácil, parece casi increíble –salvo por el acento culichi– que este hombre sesentón, de modales afables, haya crecido en la cuna de la violencia y el narcotráfico en México: la col pop de Culiacán.
Ironías de la vida: de este barrio (donde el narco te escoge o tú escoges al narco), emigró para estudiar literatura en la UNAM, a él le ha tocado –metafóricamente y en sentido literario– la misma suerte. “El narco me eligió a mí. Cortázar decía que a veces tú eliges los temas y que otras los temas te eligen. Yo pienso que me eligió, porque he crecido en eso. Soy un hombre pacifista, pero tengo mucho interés por la conducta de los violentos”.
Contactos con el mundo de la delincuencia organizada los ha tenido desde su adolescencia, cuando amigos de su colonia quisieron enriquecerse pronto, prefirieron vender marihuana en lugar de estudiar, y cayeron. Material vivo para su obra, que lo ha mantenido en relación con ese ambiente, donde por sus novelas seguido tiene que tratar con sicarios y capos; incluso afirman que éstos leen su obra, y se lo hacen saber: “Oye cabrón, al ‘Mayo’ le gustó mucho tu última novela”, le han comentado en alguna ocasión.
Pero la primera vez nunca se olvida: “Dos compañeros de la prepa eran de una ‘familia’. Una vez nos invitaron a un amigo y a mí a los 15 años de su hermana. Éramos del mismo barrio. Bebimos y bailamos rock hasta la madrugada. Cuando ya nos íbamos, nuestro compa dijo que nos despidiéramos de su papá. Fuimos a donde estaba el señor y otros mayores, que bebían apartados de la fiesta, y uno de ellos nos pregunta: ¿Dónde viven? En la col pop. ¿Y cómo van? Pues caminando. ¿A estas horas? Es peligroso, nos dijo al final, y le hizo una seña a un tipo. Nos subió a una camioneta y atrás iban tres hombres armados. Cuando llegamos al barrio y nos preguntaron que dónde nos iban a dejar, ‘en el templo’, le contestamos al unísono. ¡Imagínate!, llegamos así con nuestros papás: ¡Nos matan!”.
Escribir sobre narco, confiesa, es una tentación irresistible. “Imaginarlo, leer sobre eso, es una provocación. Es cuestión de trabajarlo, encontrar las palabras, buscar las historias, crear los símbolos”. Pero no sólo y principalmente el narcotráfico entendido como industria, como poder fáctico en el país, como “laboratorio social”, sino en cuanto “generador de leyendas, lenguaje, de un universo de deseo. Nosotros trabajamos sobre esto”.
Federico Campbell dice de él que es el escritor del crimen. Él se define como hombre callejero y escritor realista. “Yo vivo en Culiacán, utilizo los espacios públicos de mi ciudad, voy a comer, a los bares, escucho las conversaciones; de vez en cuando escucho los disparos. Nací allí, tengo una percepción de lo que es el narco. Vivo en un contexto que no se puede negar”.
Su ciudad, su colonia, la gente que las habita, sus diálogos, las fiestas en la calle o en los burdeles, recurrentemente aparecen en sus novelas, creando la ambientación realista que permea su obra:
“Pienso que la literatura es representación. Soy un escritor realista. Nunca he querido ser otra cosa. No conozco ninguna literatura que no tenga lugares comunes. Todo tiene que ver con el tratamiento lingí¼ístico que les das. Yo parto de fenómenos reales, pero desde luego toda obra de ficción tiene sus reglas y debe ajustarse a ellas. Un buen escritor es el que cuenta historias, que básicamente tienen que ser escritas para producir emoción”.
Sus libros se caracterizan por un estilo pícaro, el humor y la música, en particular el rock, mezclado con la norteña. ¿De dónde sale está relación, cómo se manifiesta esta pasión por el rock en tus libros?, le pregunto.
“Somos parte de esta simbiosis. Nos faltan muchas cosas para ser cosmopolitas, como en Guadalajara o en el DF, pero tenemos el rock, por nuestro contacto con los gringos, que es muy estrecho. Todavía cuando voy al otro lado, lo primero que hago es acudir a las tiendas de discos. Lo utilizo como un recurso narrativo, de identificación con el lector, y eso es parte de la literatura, cuya aspiración también es crear el hecho cultural y los vasos comunicantes para dar pertenencia a una cultura”.
¿Y las mujeres? En tus novelas aparecen muchas, guapas, curvilíneas y voluptuosas. Se puede decir que haces apología de las sinaloenses, le comento. “Sí, sí –sonríe–, con las mujeres sí. Porque a nosotros nos han hecho creer que allí nacen y crecen las mujeres más lindas de este país”.
—Los tapatíos dicen lo mismo— le digo…
“Sí, es por eso que te dije ‘nos han hecho creer’. Entonces lo que hago es apología y no solamente de las mujeres que veo en la calle, sino de hijas, madres, hermanas, esposas, suegras, porque todas son de una misma comunidad”.
Su predilección por el género realista nació de una provocación, casi un desafío a lo que le dijo una maestra cuando estaba en la Facultad de Letras. “Hablando de otra época violenta, el ’68, ella decía que ‘nadie puede novelar un hecho si no han pasado 25 años, porque las percepciones no se han asentado’. Yo pensaba que no tenía razón, y el pensar esto me entrenó para conseguirlo”.
Mendoza recuerda que una vez el cronista y narrador Gonzalo Celorio le dijo: “‘Elmer, tú tienes voluntad de estilo’. Esta frase fue un halago para mí, y la hice mía”. “Se convirtió en una línea de concepción de lo que tenía que hacer: adquirir una identidad y ejercerla. Es decir, que mi obra pueda tener algunos elementos que la diferencien de cualquier otra y crear un territorio y un toque que solamente yo le pueda dar”.
¿Lo conseguiste? ¿Cuál es ese territorio y ese toque para ti? “Es una mezcla entre el lenguaje de norma culta y norma popular, utilizados con mucha precisión, para obtener una literatura con un tono, generalmente dinámico, acelerado. De tal suerte que la persona que enfrenta el discurso no solamente tome interés por lo que le estoy contando, sino por la forma en que lo estoy contando; yo practico cierto minimalismo, con cinco o seis palabras describo un espacio, que es parte de este paquete que tiene que ver con mi voluntad de estilo”.
El uso del argot popular, del lenguaje de la calle, es otra de las características que más identifican la obra de Mendoza: “Al principio era un asunto estilístico, pero después de Un asesino solitario, advertí la fuerza de este código. Ya lo practico como algo adicional, que crea un discurso múltiple, en el que ningún lenguaje es ajeno. Eso tiene que ver con la recuperación de algunas expresiones típicamente callejeras, que no están en ningún diccionario”.
—Esto también te ha traido muchas críticas— le espeto…
“Sí, pero descubrí que hay autores importantes que lo han usado, y siempre los pongo de ejemplo. Te estoy hablando de Shakespeare, Cervantes, Quevedo. Pero dicen que el padre del sentido moderno de la utilización de las lenguas populares fue Dante, que es como nuestro gurú principal. También hay autores de América Latina que lo han empleado. Mi cuento favorito de Borges se llama El hombre de la esquina rosada, y es justamente por el uso del lenguaje de los compadritos. En México, Rulfo plasmó expresiones curiosas que tienen que ver con el lenguaje duro. Por ejemplo dice ‘hijo de la chintola”, concluye soltando una carcajada.
Considera que Juan Rulfo y Fernando del Paso son sus maestros, sus “santos”. “Con este último tuve un par de conversaciones sobre el acto de escribir, en que las definiciones fueron pocas, y la principal fue, y te la voy a decir con sus palabras: ‘hay que tomar el toro por los cuernos’. O sea, déjate de teorizar, de tener miedo, de pensar que esto no te sale. Las obras maestras solo nacen de la escritura, de la escritura constante, cotidiana, e igual es un misterio, un albur. Nunca sabes lo qué te va a salir, pero siempre tienes que estar persiguiéndolo con el trabajo”.
Elmer Mendoza todavía está persiguiendo su obra maestra. “En cada novela me acerco más. En Efecto tequila trabajé la parte dura de mi idea de contar, es decir, el cambio de plano, la utilización de planos múltiples, el uso de frases cortas, delinear los personajes con ciertos detalles, que pueden ser variación en el ritmo o en el lenguaje. Pero eso fue como trabajar en grueso; con Bala de plata intento afinar esta idea, y en La prueba del ácido, mi última novela, busqué conseguir sutileza, un manejo sutil de la trama, es decir, la fineza de la trama que tiene que ver con su solución final”.
¿Existe un subgénero literario sobre el narco en México?, le pregunto. “Hay universidades nacionales e internacionales que se están ocupando de algunas obras que consideran emblemáticas de este movimiento, y sí tienden a definir una “narrativa del norte”, en relación de que la mayoría de las temáticas tienen que ver con violencia y con la vivencia específica de la frontera del país más poderoso del mundo con un país emergente. Nosotros sólo cuando queremos molestar decimos que hemos ‘norteñizado’ parte de la literatura mexicana. Pero el norte no es una postura definitiva”.

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