El valor de las tierras flacas

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El siglo XX fue la Centuria de Oro de la novela escrita en castellano de América Latina. Nadie ignora el hecho de que fueron los integrantes del movimiento modernista quienes renovaron la lengua y los que ofrecieron el lucimiento del español desde el continente latinoamericano. Su influencia y sus aportaciones son enormes, aun en España; y pese a que en el orbe solamente se considera a Rubén Darío como el más alto de los autores que contribuyó al movimiento, todos los participantes del modernismo mantienen vigentes sus obras: tan valiosas como el más preciado metal.
No obstante la breve duración del modernismo (1887-1910, según algunos historiadores), su empuje ejerce una fundamental influencia en la mayoría de los poetas y narradores que vendrían a forjar una de las mayores corrientes literarias hispanoamericanas durante el siglo pasado: al menos las primeras novelas de aquellos autores con trabajos inscritos una vez fincada la primera gran gesta social que abriera al mundo a la modernidad: la Revolución mexicana.
En cada uno de los países que conforman el llamado continente amerindio, como lo definía César Vallejo, hay por lo menos una gran novela escrita en el castellano de cada región de Hispanoamérica (donde se incluye, claro, a Brasil), que define y engrandece la lengua heredada por los conquistadores y va más allá de ese legado lingí¼ístico, logrando hacerlo único y distinto, a la vez que una correspondencia en el mapamundi de esta parte del Nuevo Mundo.
En México no fue la excepción: aquí se escribieron importantes obras narrativas que se distinguen y dispensaron su grano de arena en el desarrollo de una de las más singulares empresas de escritura de creación que, con el tiempo, se debilitó: hoy ya no se escriben grandes obras novelísticas como en el pasado. Hoy, de algún modo, es posible decirlo así: se democratizó la medianía, y es pobre nuestra narrativa, comparada con la escrita en un mejor tiempo, ahora ya pasado.
¿Todo parece lejano? ¿Es ajeno a nosotros?
Hay un autor nacido aquí, en Guadalajara en 1904, en el barrio del Santuario (cuyos orígenes se encuentran en Yahualica, Jalisco), que contribuyó a conformar la pléyade de novelistas latinoamericanos con al menos tres grandes piezas narrativas: Al filo del agua (1947), La tierra pródiga (1960) y Las tierras flacas (1962), cuya relevancia es fundamental. La última está cumpliendo medio siglo y su lectura nos lleva a descubrir los prodigios y cualidades de Agustín Yáñez. La tríada es exquisita, y en Las tierras flacas podemos localizar con facilidad la influencia de los poetas, narradores y periodistas que hicieron realidad la mejor prosa del modernismo, aderezada con el aprovechamiento de la mejor escritura española (Delibes), europea (Joyce) y norteamericana (Faulkner).
El mundo descrito por Agustín Yáñez en Las tierras flacas es uno que estuvo en auge durante mucho tiempo en la literatura de esta parte del mundo: es aquella que insiste en la crítica y demostración de los pueblos, territorios, comarcas o países hispanoamericanos que durante muchos años estuvieron oprimidos por los terratenientes o caciques locales, quienes creyéndose reyes, fueron tiranos y mandamases que hicieron de la gente lo que les vino en gana al sentirse dueños de su alma. ¿Costumbre heredada por los malos gobiernos que no logró la Revolución de 1910 derrocar y perdura, hasta nuestros días, transformada; aunque viene desde épocas prehispánicas y fue resaltada por los colonizadores?
¿Llanos quedará en la memoria como símbolo de una milenaria desdicha? ¿Jacobo Gallos, apodado “Rey de Oros”, es el símbolo del mal en la novela de Yáñez? El protagonista –a decir del crítico Manuel Andújar– viene en línea directa de Santos Luzardo, de Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos. Los personajes del escritor tapatío reaparecen, por cierto, en varias de sus obras narrativas, logrando impecablemente, como lo ha declarado José Luis Martínez, “la grandeza de su rico y variado estilo”. La base de esta historia se encuentra en la Biblia, en la alegoría de Jacob, que dio como resultado esta esencial alegoría moral, intachable narrativamente.

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