Adiós al poeta de la conciencia

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The funeral procession for poet Mario Benedetti leaves the National Congress before his funeral in Montevideo, Tuesday, May 19, 2009. Benedetti, a prolific Uruguayan writer whose novels and poems reflect the idiosyncrasies of Montevideo's middle class and a social commitment forged by years in exile from a military dictatorship, died Sunday. He was 88. (AP Photo/Matilde Campodonico)

Poeta coloquial y conversacional —sencillo—, con un enorme vínculo con el lector; la obra del escritor uruguayo Mario Benedetti se abrió, desde siempre, hacia dos líneas específicas: el sentido de lo sentimental (o de los sentimientos) y, también, hacia la inteligencia (la conciencia del ser latinoamericano), que nunca lo abandonaron ni abandonó.
Su obra poética y narrativa retornan al lector a “esa vieja costumbre de sentir”, a la que muchas veces se refirió el propio Benedetti, y que, como él mismo dijo, “está cayendo en desuso”, porque la gente “como que siente vergí¼enza de sentir y de manifestar sus sentimientos…”
De allí que no sea para nada reprochable, sino justificable, que en el rito de iniciación de muchos al mundo de la lectura (y a veces la escritura), esté presente el nombre del poeta. El trabajo literario de Mario Benedetti apostó a la comunión entre la vida y la poesía, entre las historias narrativas y la realidad, entre la creatividad y la razón: el corazón y la conciencia…
Benedetti volvió evidente (en sus textos) la existencia de una clase social que, invariablemente, sufre y goza la contundente realidad fuera de los lazos con el poder del Estado, de aquellos sencillos ciudadanos que viven de igual manera el amor y el odio, la felicidad y la injusticia social; la cultura de la ignorancia; los tiernos labios de una mujer o el desamor…
Los protagonistas de los poemas, los cuentos y las novelas del uruguayo son simples ciudadanos, aquellos que padecen los contrastes y contradicciones sociales de los países que conforman el grueso conjunto geográfico y social de América Latina.
Ahora que el autor ha muerto (17 de mayo, 2009), conviene entonces rendirle un tributo como lector y recordarlo, cada uno a su manera, “según le haya ido en la feria”; como a él estamos seguros le hubiera gustado.

El auxiliar de maquillista
Seguramente usted no me recuerda, pero yo alguna vez entré en su vida a muy larga distancia… ¿o mejor sería decirle que fue usted quien entró a la mía? Tenía yo apenas 17 años y me interesé, por alguna razón, en el teatro, en la escenificación, pues anhelaba ser actor.
Me integré a una pequeña compañía, en la cual sus actores mantenían una obra suya con enorme éxito: Pedro y el Capitán. El breve y contundente texto me abrió la posibilidad de entrar de golpe a la realidad de Latinoamérica. Desde entonces he seguido sus pasos de escritor. Pero no hubiera sido tan significativo ese texto para mí de no haber ocurrido un “subdrama” durante uno de los ensayos.
El hecho del que fui testigo me conmovió y marcó para siempre.
Tres meses antes de ese ensayo, había muerto de manera trágica el actor (a quien no conocí) que representaba a Pedro. Se reanudaban, entonces, los ensayos con un nuevo actor. Caía la tarde en el pueblo y las escenas transcurrían con una luz artificial muy bien lograda. Apenas entrado el segundo acto, quien representaba al Capitán sufrió, lo supe después, una enorme crisis debido al sentimiento causado por la muerte de su amigo (el otro Pedro), y lo que antes fueron golpes actuados, finamente fingidos para el posible espectador, pasaron a ser fuertes y directos, reales y firmes en las costillas del nuevo Pedro.
Al comienzo del subdrama el director no prestó la atención necesaria, de tal forma que los puntapiés se endurecieron hasta alcanzar el grito no del personaje, sino de la persona que lo representaba.
Pasaron varios minutos hasta que al fin el director se escuchó en el auditorio vacío de espectadores y donde apenas yo era una sombra al otro extremo del escenario. El viejo director subió a toda prisa para detener la tremenda golpiza, pero no logró hacer nada. Me pidió buscara ayuda y fui por los guardias que asistían en la puerta del recinto cultural. Solamente entre tres lograron salvar al indefenso Pedro, mas ya era tarde: los golpes habían roto sus costillas como seguramente había ocurrido en la escena real en la cual usted, Benedetti, se inspiró para escribir su drama…
Nunca llegué a ser un verdadero actor, le digo ahora, lo cierto es que auxilié a los histriones durante mucho tiempo: ponía la sangre artificial en el rostro y en el cuerpo de Pedro, esa sangre de utilería que este domingo 17 de mayo, al enterarme de su muerte, he vuelto a recordar, ya no como artificio, sino real y roja en su corazón, que ha dejado de latir…

Domingo triste en el jardín
Me había abandonado la mujer a la cual había conocido no hacía mucho al llegar a la ciudad, y entonces el domingo siguiente lo pasé en la más profunda tristeza. Vivía en una casa de huéspedes de la calle Escorza y me quedaba muy cerca el jardín de La gaceta. Entonces, para evitar a la casera que hablaba hasta por los codos, se me ocurrió ir a pasar la mañana allí. Tenía a la mano La tregua, y de paso la tomé.
A pasos lentos llegué al jardín y me senté en una banca. Se escuchaba fresca el agua de la fuente y me permitió, después de las primeras páginas, que se volvieran reales el viudo Martín Santomé y la joven y hermosa Laura Avellaneda. Y de pronto la ciudad se convirtió en Montevideo y su rumor llenó mi mente, al igual que las palabras de los personajes de la novela. Estaba yo, entonces, en aquella ciudad y entre los años de 1958 y 1959, y no en Guadalajara y en 1988.
Me involucré debido a mi tristeza y soledad en la melodramática historia de Benedetti, y cada instante estaba a punto de derramar las lágrimas con alguna de sus escenas. Fui entonces Martín Santomé y deseaba encontrar alguna vez a Laura Avellaneda… quizás lo desee con todas las fuerzas, porque de repente a mis oídos llegó una hermosa voz que me obligó a levantar la mirada.
—¿Muchacho, quieres que te lea la suerte?— escuché.
Miré entonces el rostro de una gitana. Alta, hermosa, deliberadamente elegante y muy joven, tal vez no mayor de treinta años. Vestía de colores discretos y adornos provocativamente chillantes, como si se tratara de una aparición. Un turbante con pedrería cubría su cabeza, pero se dejaba caer una larga y hermosa cabellera (en mi recuerdo pelirroja).
—Sí… —le dije y estiré mi brazo hasta casi tocarla y abrí la palma de mi mano. Pero de pronto nuestras miradas se encontraron y me vi en sus grandes ojos. Entonces sentí un enorme temor y comencé a temblar y a sentir miedo. Tuve una especie de sospecha fatal, pues la respuesta de sus ojos me intimidó.
—Mejor no —le dije. Y sus ojos se abrieron y sus labios dibujados con el rojo carmín, también.
Me miró directamente y ya no pude sostener la mirada. Me levanté y comencé a caminar a toda prisa hacia el Templo Expiatorio. No paré hasta llegar allí. Mi corazón casi a punto de estallar.
Después, ya más tranquilo, pude reflexionar que si ella hubiera tocado mi mano inevitablemente me hubiera enamorado de la gitana, como seguramente le ocurrió a Martín Santomé con la joven y hermosa Laura Avellaneda…

Benedetti en la ciudad
En 1991, Benedetti y Daniel Viglietti, ofrecieron un concierto en el Cabañas. El periódico en el que trabajaba me pidió una entrevista con el escritor. Temprano estuve a las puertas del recinto. Ya entrada la noche, sentimos la presencia de Benedetti. Apresurado lo busqué. Le pedí la entrevista y me dijo: “No, ya comienza el concierto”. A mis espaldas escuché las carcajadas de los compañeros reporteros. Y me sentí avergonzado. Benedetti dijo No, pero se detuvo y conversamos algunos minutos —off the record—. Hoy sus palabras me enorgullecen.

Simplemente, un matero
PATRICIA MIGNANI

Mario Benedetti tuvo una vida llena de cambios en donde casi por casualidad encontró las palabras. Sus primeros poemas, los de oficina, contaban una realidad que no le gustaba. En una Montevideo donde había tantos mates como empleados públicos: uno en cada hogar, todos vivían una horrible e inerte rutina de la que nada bueno podía desprenderse. Trabajos y trabajadores de oficina inútiles.
Benedetti retrató en sus escritos con sencillez —pero no con simplicidad— una realidad que lo rodeó en su crianza. Al caminar por Sarandi, la calle peatonal llena de obras de arte, o por el monumento Artigas en la plaza principal, Montevideo muestra que la gente es honrada, organizada y culta sobre todo. No hay peleas ni grandes disturbios. La gente es civilizada. Es una ciudad que tuvo el único atraso aceptable y hasta deseable: no se contamino de la insolencia y falta de la valores de esta era. “Benedetti no se cree Benedetti”, afirmó Eduardo Galeano una vez, y esta humildad no es normal, lo cual seguramente fue un vestigio, entre otras cosas, de su ciudad.
Con su madurez como escritor y su acentuado interés político, se sintió correspondido con el dolor de su país en primer lugar, y luego con el de otras geografías. Huyó de dictaduras, primero de la uruguaya, luego de la argentina, y así fue evitando el fracaso de caer en la censura de su pensamiento. Su fama ya ganada y su visión de la política lo empujaron al exilio. No se conformó con vivir en España: miró a través del Atlántico y se preocupo por lo que pasábamos.
A pesar de esto se ganó muchas críticas por ser de la parte de la generación del 45 que valoraba la literatura extranjera. Esta generación se formó por críticos, escritores y periodistas que reflejaban el buen momento económico que estaba pasando Uruguay. Como consecuencia, este grupo de intelectuales se volvió más permeable al arte de afuera.
De Benedetti, nada mejor podría decirse que fue un “sudaca orgulloso”, matero, subversivo en pensamiento y rebelde sin armas de fuego. Viajó, conoció y sufrió para volver y terminar su camino en el Sur.
Él siempre quiso volver a Montevideo. [

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