Orozco o la mirada que incendia

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    Tras toda una vida de remitir el nombre de José Clemente Orozco a la imagen de sus colosos en los murales que hicieron de él un hito nacional, y tras toda una infancia de portadas de los libros de texto gratuito mostrando a su Hidalgo, su Juárez y su “Hombre de fuego”, entrar a una exposición suya y toparse con los ojos de miel de una anciana muerta, es todo un vuelco de ideas y sensaciones.
    Retratos. La primera sala de la retrospectiva Orozco: pintura y verdad que hasta el 31 de julio alojará el Instituto Cultural Cabañas, es un compendio de rostros de amigos y familiares de José Clemente. La placa introductoria al compendio dice que el pintor y el modelo siempre estuvieron unidos por algún tipo de complicidad o cariño, que él no aceptaba hacer retratos por encargo. Una larga pared, opuesta a los óleos, se dedica a su vez a hacer un esbozo cronólogico de Orozco mismo, con puntual brevedad, para desembocar en un fino autorretrato que data de 1946: el último de todos.
    En mirar las facciones gruesas de su esposa y su hija, el peinado perfecto de la señora Carrillo Gil, o las expresiones solemnes de sus amigos y mecenas habrán pasado ya una o dos decenas de minutos, hasta que el visitante incauto pero atento decida pasar a la segunda sala y, tal vez, dar un vistazo al folleto explicativo que el guardia debió tenderle entrar, sin embargo, ni siquiera entonces comprenderá la justa dimensión del viaje que acaba de emprender: 20 salas repletas de acuarelas, tintas, óleos, y bocetos en papel que revelan el proceso creativo de sus obras en pared.
    Siguiendo el orden cronológico que estructura la exhibición, lo que sigue es otra estocada a la idea preconcebida que no tendremos más remedio que desechar: una serie de reproducciones de sus caricaturas anti-maderistas en revistas como El ahuizote, El malora y El machete, y en diarios como La Vanguardia y El Universal.
    A pesar de que Orozco tomó el oficio de monero todavía joven, permitiéndose acariciar temas y formalidades como el de las prostitutas, las deformaciones y la acidez críticas que no abandonaría ya nunca, ésta no había sido su primera vocación. Antes de esa época, en que estudiaba pintura en la Academia de San Carlos, Orozco ya había obtenido el título de perito agrónomo y se había graduado con honores de la Escuela Nacional Preparatoria. Estamos en la década de 1910, en plena Revolución; Orozco tenía poco más de 30 años y ya estaba acostumbrado a hacer su vida sin la mano izquierda, que se voló por accidente manejando pólvora en 1906.
    Pasamos a otra sala, y a otra. Aparecen su primeros frescos: los de la Escuela Nacional Preparatoria (ahora Museo del Antiguo Colegio de San Idelfonso) con el curso de sus modificaciones y fotografías de algunos de los que se borraron por escandalosos, el de la Casa de los Azulejos titulado Omnisciencia, y Revolución social en la Escuela Industrial de Orizaba. Pero no, todavía no encontramos plenamente al Orozco de nuestra idiosincrasia nacionalista, al de los libros de texto. “Esto es mejor: es el gran panorama”, pensamos, pero tampoco eso: es la punta del iceberg.
    Sala cinco de veinte: México en la Revolución. Llegamos a la segunda mitad de la década de 1920, al segundo autoexilio de Orozco en Estados Unidos. Una colección de tintas sobre papel por encargo de su amiga neoyorquina Anita Brenner ilustra el paisaje desolado de nuestra recién ganada guerra civil, un páramo lleno de sombras humanas, sin rostros particulares. Escenas oscuras más por el motivo que por el alto contraste del negro y el blanco viejo.
    Siguen una muestra de su producción estadounidense, en la que se notan la influencia e impresión que hicieron en él Harlem y Broadway, la gran recesión y el ocre racismo que le tocaron ver. Y siguen sus murales en el la New School of Social Research, “La épica de la civilización americana” en la Biblioteca Baker del Darmouth College y el “Prometeo” del Pomona College, todos en muy claras fotografías de los recintos y acompañados de los estudios a lápiz que germinaron los frescos, arrugados y con manchas que revelan su uso en los andamios.
    En la segunda mitad del recorrido, con los ojos ya llenos y una concepción totalmente nueva de nuestro entrañable Orozco, volvemos a México con “Catarsis”, un mural realizado en el Palacio de Bellas Artes en 1934, para continuar con la cúpula y los muros que son orgullo del Paraninfo Enrique Díaz de León, y —por fin— el Hidalgo libertador de las escaleras del Palacio de Gobierno de Jalisco, el Juárez del Castillo de Chapultepec, los próceres revolucionarios de la Cámara Legislativa de Jalisco y los legajos apilados y pisoteados por hombres de traje impoluto en la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Pero estas imágenes familiares no pueden ser ya las mismas: les hallamos nuevas sátiras, les perdemos el respeto monumental de antes y les otorgamos uno nuevo: el auténtico, el de una mayor comprensión.
    Pero además, en las salas del ala sur se pueden apreciar representaciones de otros murales menos conocidos (“El apocalipsis”, “La alegoría de la mexicanidad”), de temas y optimismo inusuales en Orozco (“La buena vida”, “La primavera”) y más experimentales (el políptico desmontable y múltiple “Dive bomber and tank”); además de una obra de caballete que pocas veces sale de las colecciones particulares que la atesoran a la luz pública, y en la que se aprecian nuevas dimensiones de este pintor encumbrado en una loor reduccionista: sus coqueteos abstractos, expresionistas, impresionistas, renacentistas y caricaturescos, alimentos todos de una mano excepcional.

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