Placeres culpables

542

Para un católico la culpabilidad es algo natural. Sólo que la mía no es normal. Hablo hasta la saciedad de lo mucho que me gustan las películas como Dr. Carnicero o Mis amigos necesitan matar, pero lo que me avergí¼enza de verdad es que también soy un admirador en secreto de lo que desafortunadamente se conoce como “películas de arte y ensayo”. Antes de escribir esta frase, había intentado no pronunciar la palabra “arte” a menos que me refiriese a Mister Linkletter. Pero mi pose de entusiasta de las películas cutres encubre un hecho poco conocido: suelo colarme disfrazado (y espero no ser reconocido nunca) en las salas donde se proyectan películas de arte y ensayo, del mismo modo que los hombres de negocios corren para ver El chocho parlante durante la hora del almuerzo. Estoy realmente avergonzado.
Me impresiona el blanco y negro, los subtítulos y los presupuestos reducidos. Realmente, me gustan las salas elegantes y elitistas de Nueva York, como el Cinema III (mi preferida porque es muy cómoda y el precio de la entrada siempre es elevado) o el Paris, donde si pides palomitas de maíz te miran como si fueses un leproso pidiendo heroína y responden: “¡Ah, sí! No tenemos refrescos”. Estoy tan acostumbrado a los espectadores que le gritan cosas a la pantalla en locales de mala muerte, que es un verdadero alivio sentarse entre un público que se comporta correctamente. Nunca escucho las conversaciones en esos cines porque, en general, son pedantes hasta la exageración. También es un problema reírse ruidosamente de algo que puede que sólo me haga gracia a mí (en especial si es una película alemana, pues lo alemán nunca es divertido para el público de estas salas). Estos aficionados al cine son muy susceptibles respecto al humor, y se girarán y le mirarán ceñudos a la cara si piensan que su risa es inapropiada.
Como todo snob cinéfilo que se precie, detesto que doblen las películas. Aunque sólo hablo inglés, los diálogos en una lengua extranjera siempre me parecen muy interesantes. Pretendo que al ver esas películas aprenderé algún idioma nuevo, pero si he de ser sincero debo admitir que la única expresión foránea que he aprendido tras veinte años de ver películas extranjeras es Das Boot. Todo sea por el internacionalismo.
La única cosa que me molesta de los cines de arte y ensayo son los trailers, que nunca enseñan las escenas buenas, sino que se limitan a citas cultas como: “Una obra maestra de cine. Archer Winsten, New York Post” o “Estoy enamorado de Laura Antonelli. Rex Reed, New York Daily News”. Hasta los cinéfilos más serios ponen el grito en el cielo ante esto, y creo que con ello sólo se consigue que las películas de arte y ensayo pierdan espectadores a la larga. ¿Qué sucedería si se hiciese una promoción un poco más agresiva? ¿No se interesaría más el público si en este caso se siguiese la fórmula tradicional y efectiva? ¿Qué tal: “¡Vea cómo Bibi Andersson se corta las venas”, u “Observe cómo dirige Bresson un filme en el que no pasa nada”, o “¡Al fin! Un filme en blanco y negro, que dura cuatro horas, en versión original subtitulada, La mamá y la puta, ¡Próximamente en esta sala!”?
Durante mi juventud, en Baltimore, mis hábitos cinéfilos eran completamente esquizofrénicos. Algunos días veía cuatro películas; podía empezar con Door to Door Maniac, protagonizada por Johnny Cash, y a continuación iba corriendo al estreno matinal de El ángel exterminador, de Buñuel. Tras engullir un sándwich, conseguía llegar a la sesión de tarde de Hagbard and Signe en la sala de arte y ensayo más interesante de la ciudad, la hoy desaparecida 7-East, y remataba el día con la sesión de noche de algo parecido a Angel, Angel, Don We Go.
Como recibí influencias tan variadas, acabé haciendo películas poco cultas para cines cultos, pero sólo reconocía la contribución de las cutres. Creo que ya es hora de salir del escondite del arte y del ensayo y admitir que las diez siguientes películas influyeron tanto o más en mí que toda la basura que he estado consumiendo con tanta fruición por esos cines de Dios a lo largo de mi vida. Es como hacer una confesión cinematográfica, y estoy seguro que mi penitencia sería hacer un acto de contrición completo y ver diez veces Ilsa She-Wolf of the SS. Sólo que no estaría arrepentido de corazón, sino tan sólo externamente avergonzado.

*“Placeres culpables” (extracto) es parte del libro de ensayos Majareta, publicado por Editorial Anagrama, 1990.

Artículo anteriorSergio Vicencio Carrión
Artículo siguiente¿Qué ha cambiado? II