La necesidad del mestizaje de las dos culturas

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El extraordinario desarrollo de la ciencia y la tecnología en el mundo ha transformado profundamente la economía, la política y la vida personal, por su enorme potencial para el aprovechamiento de los recursos y la satisfacción de las necesidades humanas.
Sin embargo, ese desarrollo también ha producido un deterioro medioambiental, creando nuevos riesgos y planteado importantes interrogantes éticas y legales.
Numerosos asuntos de interés social están relacionados con usos del conocimiento científico o con aplicaciones tecnológicas de la industria. A su vez, la evolución política de nuestras sociedades ha creado nuevas oportunidades y demandas de participación ciudadana y apertura social de las políticas públicas en los ámbitos más diversos, incluidas las políticas y actuaciones en materia de ciencia y tecnología. El ejercicio responsable de la ciudadanía, la toma de decisiones y la formación de opiniones requiere hoy, más que nunca, la adquisición de conocimiento procedente de la ciencia.
Hace 40 años, C. P. Snow (1964) denunciaba la separación creciente entre el mundo de los humanistas y el de los científicos. Snow, científico y novelista, era consciente, desde su posición privilegiada en los dos ámbitos, del desconocimiento y el desprecio con el que unos y otros se relacionaban.
Los humanistas, monopolizadores de la “cultura”, tomaban a los científicos como irresponsables fanfarrones. Los científicos, por su parte, acusaban a los humanistas de pesimistas inútiles. Una división impresionante, ya que hace más de cuatro siglos hubiera sido impensable entender la ciencia separada del humanismo, puesto que ambas constituían un único afán intelectual: el de la comprensión del mundo.
Snow culpaba de esta oposición antinatural a la educación, cada vez más especializada, que convertía lo que era un solo empeño en dos edificios cuya construcción conjunta acababa resultando imposible.
En pleno siglo XXI, el diagnóstico de Snow sigue tan vigente como entonces.
Las“ciencias” y las “letras” constituyen a menudo vocaciones separadas y sin intersección, y la especialización creciente, junto al impresionante crecimiento del conocimiento en todos los campos, convierte en hercúlea la tarea de estar al tanto, siquiera, someramente, de mundos que no son el nuestro.
Al mismo tiempo, el mestizaje entre las dos culturas es hoy una tarea más urgente, si cabe, de lo que lo ha sido en cualquier otro momento de la historia.
Como lo señaló en el IV Coloquio Internacional de Cultura Científica, el más importante historiador contemporáneo de historia de la ciencia, el doctor José Manuel Sánchez Ron, invitado especial de la FIL: mientras la ciencia y el humanismo se desarrollan una a espaldas del otro, los problemas acuciantes de nuestro mundo requieren la participación conjunta de científicos y humanistas para su resolución.
Con frecuencia, a ambos lados de la persistente pero difusa frontera que separa las dos culturas, florecen actitudes opuestas respecto a la importancia que la ciencia y la tecnología tienen para nuestras sociedades contemporáneas.
La actitud del científico o del tecnocientífico, suele ser la del optimismo triunfante: la ciencia y la tecnología son las tablas de salvación de la humanidad: para el hambre en el mundo, para los problemas ambientales, las enfermedades, los riesgos tecnológicos o la pobreza, asuntos para los que debemos buscar respuestas en la ciencia y la tecnología. La ciencia y la tecnología representan el progreso.
Gracias a ellas tenemos técnicas médicas más avanzadas, comunicaciones más inmediatas y sofisticadas, medios de transporte más rápidos y seguros, métodos más baratos de producir alimentos o políticas económicas más justas.
Por otra parte, el humanista sucumbe a veces a la tentación tecno-pesimista, argumentando que la ciencia y la tecnología han creado desigualdades y catástrofes, y están poniendo en peligro el futuro de nuestro mundo y la especie humana.
Por supuesto, ni todos los científicos son “tecno-optimistas” ni todos los humanistas son “tecno-pesimistas”.
La actitud “tecno-optimista” puede rastrearse hasta los siglos XVI y XVII, al calor de las nuevas promesas traídas por la revolución científica. La nueva Atlántida, de Francis Bacon (1626) es uno de los ejemplos más representativos de este nuevo espíritu. Este optimismo se reproduce al finalizar la Segunda Guerra mundial, cuando Vannevar Bush (1945) redacta su informe “Ciencia, la frontera inalcanzable”, donde la metáfora utilizada, la de la conquista del oeste, apunta a una frontera a la que nunca se llega, según datos proporcionados por Martha I. González García, doctora en filosofía y licenciada en psicología por la Universidad de Oviedo (España). [

*Divulgadora de la ciencia de la Unidad de Vinculación y Difusión Científica

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