La ficción al frente

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Entrar al espejo, al espacio del juego en que nos transformamos. Como la falsa autoestopista del cuento de Milan Kundera, que sube al auto de su novio, se finge otra, actúa como las demás chicas —menos tímidas que ella—. Como él, que conversa con la joven, coquetea. Quince días de vacaciones planeadas durante un año toman otra textura cuando se decide experimentar el vértigo, intentar despojarse del “yo” habitual. Aunque tras el rostro de la chica permanezcan por momentos formas antiguas: celos de esa otra, que es ella (la que atravesó el espejo) y se imagina cómo seducirá su chico a otras mujeres. Aunque el rostro de él transparente enfado ante su novia por no regresar a ser ella misma y se interne en el espejo, deje a un lado la galantería con que la había abordado y se ponga la máscara del hombre inaccesible, sarcástico.
Otra textura, porque los kilómetros se convierten en un camino al precipicio, ahora él es otro y gira hacia la derecha, hacia Nove Zamki, en lugar de ir a la habitación reservada en Tatra. “La vida de ficción [ataca] a la vida sin ficción”. En el restaurante del hotel inesperado flirtean dos desconocidos. El cuerpo de la chica le parece a él más atractivo y ese deseo es proporcional al rechazo que siente por lo bien que ella sabe ser esa mujer lasciva (¿no es que si lo finge tan bien es que en realidad lo es?). El vodka y las palabras jamás usadas le otorgan a ella la mímica de una persona diferente (¿no es esa sensación de libertad, de que todo le está permitido siendo esa otra, lo que le fascina a ella, que sin esa “vida ajena” se preocupa por cada paso que da?).
Explorar el abismo tiene un precio. La realidad de la fantasía puede parecer más consistente que lo que se deja atrás: “El juego no tiene escapatoria; el equipo no puede huir del campo antes de que finalice el juego, las piezas de ajedrez no pueden escaparse del tablero, los límites del campo de juego no pueden traspasarse […] inútil invocar la razón y advertir al alma alocada que debía mantener las distancias con respecto al juego y no tomárselo en serio”.
La realidad de la fantasía puede conducirnos a dar vida a esos “innúmeros” que —a decir de Pessoa— nos habitan; puede hacerlos caminar hacia una estrecha habitación del primer piso, exigir a aquella autoestopista (ahora extraña) que se desnude, ir odiándola a medida que el deseo aumenta, desollar hasta el último centímetro de su novia para quedar tendido en la cama con una desconocida que llora, cuyo rostro no quiere ver. “Yo soy yo, yo soy yo, yo soy yo…”, escucha el joven desde su mutismo. ¿Cómo trazar límites cuando somos —cada uno de nosotros— una multitud? ¿Cómo distinguirnos a nosotros y a los demás dentro o fuera del espejo? ¿Cómo pensar que la ficción carece de colmillos para hacer sangrar la realidad?

De este lado del espejo
“El juego es una función elemental de la vida humana, hasta el punto de que no se puede pensar en absoluto la cultura humana sin un componente lúdico”, escribe Gadamer. El filósofo se pregunta por el fundamento antropológico de la experiencia del arte; y desarrolla su cuestionamiento en los conceptos de juego, símbolo y fiesta. Así, “El falso autostop” de Kundera (incluido en El libro de los amores ridículos) es juego dentro del juego.
Afuera del espejo: un movimiento sin meta, repetido continuamente —a la manera de las olas—, que se da en un espacio propio es para el alemán lo característico del juego. Ese automovimiento se pone reglas a sí mismo, no obstante estar libre de fines. El juego, entonces, es “autorrepresentación (sic) del movimiento del juego”. Lo anterior implica un hacer comunicativo que se realiza en dicho espacio: la anulación de la distancia entre jugador y espectador, el ser parte del juego (aún siendo observador), co-jugador. Participación altamente significativa en la mayoría de las formas del arte moderno; piénsese —como ejemplifica Gadamer— en el teatro de Bertolt Brecht y su destrucción de la identidad de lo que se espera en el teatro. Participación igualmente fundamental en las obras de arte clásico, aunque éstas adopten sus significados de los temas de la tradición.
Este “jugar-con” es el núcleo de la recepción artística, en lo que atañe al ámbito del juego, pues si la identidad de la obra radica en que ésta se refiere a algo, que dice algo, que hay algo qué entender, la obra representa un desafío que exige una respuesta. Por tanto, “Toda obra deja al que la recibe un espacio de juego que hay que rellenar”. De modo que ese trabajo de construcción activa, ese juego de reflexión, se encuentra presente tanto para la creación artística del pasado como para la del presente.
El arte como otro modo de entrar al espejo, porque esa reflexión se inserta dentro de cierto horizonte para todas sus realizaciones posibles. Y en la construcción activa de ese cuento de Kundera (y de cualquier obra), todos nos encontramos con la escalera mal iluminada por la que los jóvenes suben hacia la habitación, con el descansillo en que unos hombres borrachos miran cómo el chico abraza a la autoestopista por la espalda, de forma que su mano le aprieta el pecho, escuchamos también los gritos vulgares de esos hombres… pero sabemos que aunque “nadie ve la escalera igual que yo”, quienes se hayan dejado afectar por la narración “verán perfectamente la escalera y estarán convencido de verla tal y como es”.

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