La astronomía y la astrología

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Lo astronómico nos hace diminutos. Pequeños en tamaño y en nuestro potencial para alterar y controlar el Universo. Mientras la química y la física son intentos por descifrar y controlar las reglas del movimiento y del cambio —la órbita de un cohete, la ligadura de los elementos—, la jurisdicción de la astronomía está limitada a describir y a predecir; nos es imposible (al menos hasta ahora) alterar la órbita de Júpiter o el pasaje de la Constelación de Aries en el cielo.
Mientras la física y la química no sólo van a la cacería de conocimiento nuevo sino que buscan crear algo que no existía antes —nuevos compuestos, satélites, celulares—, la astronomía se define por la comprensión de lo que ya está.
Las antiguas predicciones astronómicas del movimiento y de las posiciones de los objetos celestes apuntaban a relacionar las configuraciones de estrellas con fenómenos terrestres, con las estaciones, las cosechas, las mareas, el mejor momento para casarse.
Pero a la mente humana le gustan los motivos y las extrapolaciones, y de las relaciones verdaderas entre lo celestial y lo terreno —las estaciones son de hecho un reflejo de la posición de la Tierra respecto del Sol— imaginó una relación ficticia entre la posición de las estrellas y el destino humano: la astrología. Incluso hoy, la creencia popular favorece a la astrología sobre la astronomía. En su libro La sociedad madura, publicado en 1972, Dennis Gabor, el físico que recibió el Premio Nobel por inventar la holografía, puntualiza que en Estados Unidos “10 mil personas se ganan la vida con la astrología y 2 mil con la astronomía”.
La coincidencia entre la aparición de cometas en el cielo y algunos eventos desastrosos en tiempos del Imperio Romano eran suficientes para atribuir a los cometas naturaleza diabólica. La misma palabra “desastre” proviene de “mala estrella”. Y, por supuesto, la posición de las estrellas en el ecuador celeste al momento del nacimiento se suponía (y muchos siguen suponiéndolo) determinante de nuestro destino.
Lo interesante para nosotros es que uno de los preceptos astrológicos está sintetizado en la frase del astrónomo Tycho Brahe: “Al mirar arriba veo hacia abajo”. Si fuéramos capaces de ver hacia abajo desde el cielo, desde la escala extraordinaria de los objetos astronómicos, internalizaríamos lo increíblemente diminutos que somos en el cosmos. Ese sentido de humildad implícito en la astrología está quizás detrás de la historia de la estrella de Belén.
El pasaje bíblico (Mateo 2:1-16), que describe a los magos siguiendo una estrella que se detiene en el lugar donde está el Niño, fue analizado en muchísimos artículos como un evento astronómico verdadero. El cometa fue considerado y descartado, no sólo por su atributo “maléfico” sino porque no hubo cometas en los tiempos —o los supuestos tiempos— del nacimiento de Jesús. También fueron descartadas la conjunción planetaria (cuando dos o más planetas están muy cerca en el cielo) entre Júpiter y Saturno y una supernova (una explosión estelar).
La estrella de Belén no puede analizarse como un evento astronómico, sino como un evento conceptual (o milagroso para el creyente), un evento astrológico. Y la elección de una estrella implica para nosotros la lección de humildad en tiempo de Navidad: una estrella señala la ubicación de un bebé, no del ejecutor de milagros que luego sería Jesús; un bebé con un universo de potencialidades, pero al fin y al cabo “sólo” un bebé. Una estrella asociada con un Jesús humilde está para nosotros en consonancia con la humildad astronómica, con nuestra insignificancia en el universo.
Dos grandes cuentos de ciencia ficción orbitan alrededor de esta idea. Y los dos se llaman “La estrella”.
El primero, de 1897, de H. G. Wells, cuenta de un planeta que casi destruye el mundo antes de estrellarse contra el Sol. Wells, por cierto, sabía que los planetas no son estrellas, pero sigue llamando “La estrella” al cuento, como rindiendo homenaje al pasaje bíblico. La historia está narrada por alguien en la Tierra hasta que, en el último párrafo, aparece una referencia a los astrónomos de Marte, y el punto de vista de la narración pasa a ser el de alguien con una visión global de los planetas, del universo, alguien que puede ver a “la estrella” chocarse con el Sol desde lejos.
El segundo cuento es de Arthur C. Clarke, de 1955, también publicado como “La estrella de Belén”. El comienzo del cuento despliega el lenguaje numérico afín al lector de ciencia ficción: “Estamos a tres mil años luz del Vaticano”.
Un grupo de exploradores espaciales regresan de un sistema estelar lejano donde descubrieron una civilización más antigua y superior a la nuestra, tanto en lo estético como en lo moral, una civilización destruida por la explosión de su sol al convertirse en supernova. El astrónomo en jefe, un monje jesuita, sufre una crisis de fe. A partir de los restos de roca del planeta sobreviviente el narrador concluye el momento de la explosión y en qué momento la luz de esa conflagración llega a la Tierra. Y corresponde con el nacimiento de Cristo. La crisis de fe del narrador deriva del capricho de Dios, que eligió como estrella de Belén justamente una que era el sol de una civilización “mejor” que la nuestra. Ambos cuentos, y acaso la historia bíblica, son un paseo por la modestia astronómica. Clarke sugiere, en su contemplación de “la estrella”, que, aun creyendo en Dios, uno debe reconocer —como dice Wells en la última frase de su cuento— “cuán pequeña la vastedad de las catástrofes humanas aparecen desde una distancia de unos millones de millas”.

* Experto en literatura fantástica, profesor de lengua inglesa y literatura, por la Universidad de Michigan.
**Doctor en física, profesor en la Universidad de Michigan, participante del II Coloquio de cultura científica.

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