Disparos de euforia y penumbra

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El concierto de rock es una experiencia a todas luces seductora. Lo es para el músico que hace del mismo su jurisdicción, el territorio para el cual ha elegido existir. Lo es también para el público que sucumbe incondicional ante la parafernalia que crea esa virulenta simbiosis entre sonido e imagen, aderezada muchas veces por sofisticadas tecnologías que la potencian y la vuelven hipnótica, espectacular, ineludible. Pero especialmente lo es para el fotógrafo, quien habitualmente desde un sitio envidiable, acicateado por la pasión que le confiere tal privilegio, captura su esencia.
Hay en un escenario de rock una serie de elementos que dan vida a un mágico ejercicio en el que la cámara fotográfica da rienda suelta a sus más urgentes instintos. En principio, su atmósfera habitualmente sombría; esos negros que suelen enmarcarlo y que lo impregnan del perfume inequívoco de la noche. Los reflectores que con su ojo ciclópeo y vigilante dibujan determinados instantes, haciéndolos visibles en la profundidad de la penumbra. Las formas dinámicas de los instrumentos que dan personalidad propia a cada uno de los individuos que se mueven a capricho en esa pantalla de claroscuros. El sudor que acentúa ciertas líneas, ciertos contornos, ciertas expresiones, y que desencadena un juego en el que finalmente se impone el contraste.
En la muestra fotográfica Los demasiados conciertos puede constatarse de qué está hecha la lujuria, por la imagen que canalizan a través de sus disparos tres destacados fotógrafos de la escena musical tapatía: Ricardo Cerqueda, Tonatiuh Figueroa y Marte Merlos. Hay en esa colección de imágenes tanto sed por penetrar el momento y comunicarlo con la mayor elocuencia posible, como la compulsión por atraparlo y dejarlo plasmado en ese rectángulo en el que nos hemos acostumbrado a fijar aquellas cosas que nos parecen dignas de no ser olvidadas. Por lo tanto, hay en ellas movimiento: vida. Y, a su vez, inmovilidad: arte. Pero también son testimonio: el argumento innegable del desarrollo que la escena musical de Guadalajara ha tenido en el último lustro. Baste bautizarlas para darse cuenta de cómo hemos cambiado de unos años a la fecha: “Banda de turistas en el Rusty Trombone”, “The Kills en el Foro Alterno”, “Black Francis de los Pixies en al Auditorio Telmex”. Meros pies de foto que dan testimonio del gusto musical y las obsesiones de una ciudad que continúa en dinámico proceso de cambio y que parece estar decidida a seguir alimentando, al ritmo que le toquen, su empecinada y embriagante melomanía.

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