Cuando el destino nos alcance*

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Para Jorge Luis Borges, la ciencia ficción es tan vieja como la literatura. En su prólogo a las Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, escribe acerca de personajes como Luciano de Samosata y su descripción de los elenitas (“que se quitan y se ponen los ojos”); de Ludovico Ariosto, quien auguraba que en la Luna se encuentra todo lo que se pierde en la Tierra, y de Aulo Gelio, quien en sus Noches áticas narra cómo Aquitas el pitagórico construye una paloma de madera que navega por los aires.
Es en el Renacimiento cuando se abren las puertas de la experimentación científica y los estudios astronómicos. Copérnico y su modelo heliocéntrico posibilitaron el regreso del Cosmos y describieron nuevos órdenes celestiales. Fue en el siglo XVI cuando surge la que probablemente sea la primera obra narrativa de ciencia ficción: Utopía. Tomas Moro da inicio con este texto a la búsqueda de un orden social y científico que nos regrese el Paraíso. En la ficción se describe una sociedad sin cárceles ni exclusiones “donde sólo los niños juegan con joyas”.
El siglo XVIII (el “Siglo de las luces”) fue un tiempo de grandes avances tecnológicos que se continuaron hasta la revolución industrial. La Enciclopedia era el símbolo de una voluntad general por encerrar el mundo a los designios de la inteligencia. No obstante, dos figuras sobresalen en esta época por su originalidad y su crítica a la razón. El Barón de Munchhausen (utilizado por el escritor Rudolf Erich Raspe como personaje rocambolesco) y Jonathan Swift, el autor de Los viajes de Gulliver. El primero continuó la tradición quijotesca de aventurarse mental y físicamente en mundos imaginarios. Por ejemplo, al regreso de sus campañas turcas, asegura haber viajado a la Luna. En cambio, Los viajes de Gulliver (1726) de Swift son una ácida crítica de su tiempo. Se puede considerar a esta obra parte de la historia de la ciencia ficción por la creación de personajes fantásticos y mundos irreales. “La visión es el arte de ver las cosas invisibles”, rescata André Breton de Swift en su Antología del humor negro.
Para los ortodoxos, Frankenstein (1818) inaugura la ciencia ficción. La novela de Mary Shelley es sorprendente porque hace la primera crítica a la no declarada intención de la ciencia de volver a los hombres inmortales a través del perfeccionamiento de la técnica.
Por los años 30 del siglo XIX, Edgar Allan Poe se adentró en la ciencia ficción (todavía no nombrada como corriente literaria) con obras como La incomparable aventura de un tal Hans Pfaal, Revelación mesmérica y Von Kempelen y su descubrimiento.
El autor de El cuervo siempre se obsesionó por el porvenir. En una carta a su amigo James R. Lowell, fechada el 2 de julio de 1844, Poe describe parte de sus obsesiones: “Mi vida ha sido capricho, impulso, pasión, anhelo de la soledad, mofa de las cosas de este mundo; un honesto deseo de futuro”.

Del positivismo a la desilusión
A pesar de que se considera únicamente a la novela París en el siglo XX (inédita hasta 1994) como inscrita dentro de la ciencia ficción, de la obra de Julio Verne (1828-1905) se rescatan varios elementos que construirán las bases modernas del género. Los viajes, los prodigios de ingeniería (es revelador cómo elementos de la ruta, así como la zona de lanzamiento —Florida, en Alrededor de la Luna— se utilizarían en los viajes de la NASA 100 años después), así como la máquina, son todos recursos de una épica moderna.
El siguiente paso de gigante lo dio el escritor H. G. Wells (1866-1946), que junto a su admirado Jonathan Swift, utiliza en sus narraciones a la especie humana como una colonia de hormigas dispuesta a asesinarse ante la menor provocación. La guerra de los mundos (1898), es la primera versión de un Apocalipsis tecnológico. La justicia social y la igualdad humanitaria nunca llegarían. El fuego arrebatado a los dioses había regresado del Cosmos en forma de marcianos iracundos dispuestos a terminar con toda la civilización.
Al final los marcianos mueren. Sus delicados cuerpos no se encontraban preparados para las “bacterias terrestres”. No obstante Wells, en voz del narrador, no encuentra optimismo ni resignación, y al final de la novela da una clave del futuro que se viene:

Algo vaga —aunque maravillosa— es la visión que he formado en mi mente sobre la vida extendiéndose poco a poco desde este pequeño semillero del sistema solar a través de la vastedad inanimada del espacio sideral. Pero ése es un sueño remoto. Puede ser, por otro lado, que la destrucción de los marcianos consista solamente en aplazar lo inevitable. Tal vez para ellos, y no para nosotros, es el futuro.

Ovejas eléctricas
El siglo XX fue el más convulso en la historia de la humanidad. Si se piensa que del automóvil se pasó al tren bala, de los barcos a vapor al submarino nuclear, del teléfono a la Internet, y de un viaje en globo a pisar la Luna y enviar sondas a Marte, la crónica de esos 100 años parece inenarrable.
Las ideologías (desde el comunismo hasta el fascismo) terminaron con la inocencia de varias generaciones desde la Revolución Rusa hasta la guerra de Vietnam. La técnica y la ciencia se les escapaban a los hombres casi al mismo tiempo que los autores de ciencia ficción se atrevían a soñar con robots y huir a galaxias lejanas.
Es reveladora la fecha en que aparece el concepto robot. Fue en 1920 cuando el checo Karen Capek y su hermano Josef utilizan por primera vez la palabra (de robota, “esclavitud”, en checo) en su obra de teatro Rossum’s Universal Robots. El periodo de entreguerras comenzaba con una creatura que serviría de héroe y villano para un sinnúmero de obras de ciencia ficción.
En esos años surgieron obras de ciencia ficción que se esforzaron por vaticinar la robotización de una humanidad que perdía la piel a pedazos. Todos se daban prisa por dotar a los hombres con pistolas de rayos cósmicos, cohetes y armaduras impenetrables. Los enemigos venían del espacio exterior en forma de insectos gigantes, adefesios robóticos o amebas espaciales. Fue poco antes de comenzar la Segunda guerra mundial, en 1938, cuando un joven Orson Wells asustaba con invasiones marcianas a un pueblo de ingenuos desde una cabina de radio, al transmitir un capítulo de La guerra de los mundos. Un poco antes, en 1932, Aldous Huxley publicaba la que probablemente sea la novela de ciencia ficción más perturbadora de la historia: Un mundo feliz.
La otra gran distopía del siglo XX, 1984, fue publicada por George Orwell pocos años después del término de la Segunda guerra mundial. Orwell fue gran admirador de Swift, y 1984 se inscribe en la tradición del desencanto social y el porvenir comprometido, por no decir inexistente. La novela se adelanta a todas las críticas futuras hacia el comunismo y antes de que el mundo conozca la barbarie del Gulag, Orwell ya avizora una sociedad mediatizada y controlada por estados autoritarios.La gran aportación orwelliana es el descubrimiento del miedo y la manipulación bajo la que se formarían las sociedades futuras. Las mentiras a través del eufemismo oficial resultarían conceptos adelantados de lo políticamente correcto y de sentencias (tan orwellianas) como la de “guerra preventiva”. “Todo nacionalista está poseído por el pensamiento de que el pasado puede ser alterado”, escribe George Orwell, y es precisamente esa idea por defender el pasado a través del futuro lo que, paradójicamente, le ha dado a la ciencia ficción la importancia como guardiana de la tradición humanista.
La bomba atómica, el hiperconsumo, los medios de comunicación, la clonación y el fin de la historia. El destino parece habernos rebasado. “La ciencia se nos adelantó con demasiada rapidez y la gente se extravió en una maraña mecánica, dedicándose como niños a cosas bonitas”, dice un personaje de Ray Bradbury en “El picnic de un millón de años”. Publicadas en la posguerra, las Crónicas marcianas son, junto a la novela Fahrenheit 451, obras que logran capturar el sentimiento de una civilización hastiada y se adelantan al identificar las posturas intransigentes y fanáticas de una élite (los Miembros de la Sociedad de Represión de la Fantasía) que se erige como un Santo Oficio moderno a la caza del libre pensamiento. Se lee en el cuento “Usher II”:
Primero censuraron las revistas de historietas, las novelas policiales, y por supuesto, las películas, siempre en nombre de algo distinto: las pasiones políticas, los prejuicios religiosos, los intereses profesionales. Siempre había una minoría que tenía miedo de algo, y una gran mayoría que tenía miedo de la oscuridad, miedo del futuro, miedo del presente, miedo de ellos mismos y de la sombra de ellos mismos.

En este contexto surge la ciencia ficción más dura. En 1968 se publica 2001: una odisea del espacio, de Arthur C. Clarke, en la que se replantea la promesa prometeica de utilizar el fuego para darnos vida eterna. Con autores como Robert A. Heinlein e Isaac Asimov, la ciencia ficción se vuelve un subgénero literario, pero gana rigor científico. Surge la figura del cyborg, que es “una ilusión de poder escapar a la debilidad, al deseo impuro, a la enfermedad, a la vejez, a la muerte y al repugnante caos de la carne a bordo de versátiles cuerpos plásticos” (“El cyborg”, Naief Yehya, Letras Libres, 21).
El género gana en fantasía, y llega a describir distopías extraordinarias, pero nunca abandona su perfil premonitorio. El cyberpunk de Philip K. Dick, por ejemplo, sigue manteniendo su cercanía con los dramas humanos. El viejo Mercer de Sueñan los androides con ovejas eléctricas, se atreve a dar consejo al mercenario Rick:

Adondequiera que vayas, te obligarán a hacer el mal […] ésa es la condición básica de la vida, soportar que violen tu identidad. En algún momento toda criatura viviente debe hacerlo. Es la sombra última, el defecto de la creación, la maldición que se alimenta de toda vida, en todas las regiones del universo.

Sueños de realidad
¿Qué es la ciencia ficción?, ¿cuántos años tiene?, ¿cuándo dejará de producirse? Los griegos ya contaban que el padre de ícaro, Dédalo (constructor del laberinto de Minos) era capaz de crear estatuas con movimiento autónomo… tal vez Borges tenía razón al decir “que los verdaderos antiguos somos nosotros y no los hombres del Génesis o de Homero”.
Después de la llegada a la Luna, después del mapa genético, después de la caída de las Torres Gemelas, la incertidumbre y el miedo han terminado por imponerse. “Cuando no se puede tener la realidad, bastan los sueños”, escribe Bradbury.
La ciencia ficción seguirá siendo una obsesión nuestra, porque como dijo Hí¶lderlin: “somos dioses cuando soñamos y mendigos cuando estamos despiertos”.

*Extracto de “Ciencia ficción, cuando el destino nos alcance”. Ensayo ganador del primer lugar del Premio Julio Verne 2008.

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