Céline o la posteridad

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En el Parque del Retiro, en Madrid, se encuentra una fuente que alberga una estatua única. La figura se levanta con callado ímpetu en medio de una grey de sabandijas petrificadas. Sus alas esconden al mismo tiempo su figura sagrada y maldita. Es al íngel Caído, que mira a quien lo mira.
Por extraño que parezca, salvo ésta, no hay estatuas en el mundo que rinda un homenaje al Diablo. Un ser tan importante, incluso para los propios católicos, como lo escribió Giovanni Papini en su ensayo sobre Lucifer: “Quien no crea firmemente en el Demonio no puede llamarse católico”. ¿Por qué se niega al mal, o por lo menos las figuras que lo encarnan? Si la cultura misma como lo han escrito diferentes pensadores, le debe mucho a los actos más bajos y que a nosotros podrían parecernos deplorables.
El arte moderno le debe también buena parte de su prestigio a los despojos de la humanidad, como lo reconociera Susan Sontag, en su famoso ensayo sobre la fotografía. La propia autora escribía en su diario que el arte era un medio para “ponerse en contacto con la propia locura”.
Resulta paradójico que la admiración por el arte (tan de moda en nuestro tiempo) parece estar revestida por un traje de moralidad. Parece como si no quisiéramos conocer el origen violento de algunas pinturas exhibidas en prestigiosas galerías; o si fuera ocioso ser conscientes de que el autor de dicha novela “muy vendida” es un proxeneta o que violó a la sirvienta cuando ésta apenas tenía 16 años de edad. Aunque por otro lado hoy más que nunca se propaga el morbo mal entendido. Como lo señalara Pablo Duarte en su blog:

…en estos tiempos de escritura autorreferente, de exhibición voraz de las inadecuaciones personales, la confesión lleva un asterisco: si es golpe de efecto, ardid autopromocional, o estrategia para lograr empatía ajena, está bien vista. Es justo lo que se espera: la humanidad a escala, la sordidez sin demasiado filo. En cambio, si uno sólo se confiesa para desembarazar una culpa, para mostrar la sorda lucha contra uno mismo, eso ya es mal gusto, provoca desagrado; qué necesidad, dicen los lectores, de escuchar pujidos, impudicias.

Tal vez tenga que ver con lo que D. H. Lawrence escribía en su ensayo sobre el Apocalipsis, acerca de que a “la mente moderna, en conjunto, le desagrada el misterio”. Porque la maldad forma parte de lo que el hombre ha dado en llamar sagrado. Los dioses de la India así como los del México antiguo manifiestan esta ambigí¼edad entre la vida y la muerte, entre la belleza y la destrucción como creadores del mundo.
El escritor francés Louis-Ferdinand Céline encarnó como pocos artistas este coqueteo con el abismo. Como escribiera recientemente Mario Vargas Llosa ante la negativa del gobierno francés a celebrar el cincuentenario del autor de Muerte a crédito, si bien fue cierto que Céline fue “políticamente hablando una escoria”, el Nobel peruano también da una larga lista de “los autores que habría que excluir del reconocimiento público”, sólo en el rubro del antisemitismo: “Shakespeare, Quevedo, Balzac, Pío Baroja, T. S. Eliot, Claudel, Ezra Pound, E. M. Cioran y muchísimos más.” (“Los réprobos”, El País, 30, de enero de 2011).

Un médico incomprendido
Para titularse como médico, Louis-Ferdinand Céline escribió una tesis sobre Ignacio Felipe Semmelweis, conocido especialista húngaro cuyos estudios sobre la asepsia en Europa fueron fundamentales para disminuir la muerte en las parturientas.
En Semmelweis (que en español publicó Ediciones Marbot), Céline da muestras de su oscuro genio al utilizar al atormentado médico como un antihéroe que lucha contra la ignorancia y prejuicio de sus propios contemporáneos. Muerto en el descrédito y la ignominia, Semmelweis sólo sería reconocido muchos años después por su filantropía y rigor científico. “La bondad, escribe Céline, es sólo una pequeña corriente mística entre otras, cuya indiscreción es apenas tolerada”. Ante la maldad del mundo y de lo que conocemos como “civilizado” es mejor tomar una postura sarcástica para no enloquecer. Acaso “la conciencia no es más que una pequeña luz, preciosa pero frágil, en el caos del mundo. No se enciende un volcán con una vela. No se hunde la tierra en el cielo con un martillo”, remata en su tesis el aspirante a médico, quien después de haber participado en la Primera Guerra mundial, pondría él mismo un dispensario a las afueras de París, donde los intocables de la sociedad serían recibidos y lo ayudarían a construir los personajes de su célebre Viaje al fin de la noche.
Aunque la incomprensión hacia Céline es de otro tipo, y es probable que diatribas como Bagatelles pour un masacre lo conviertan en innombrable para algunos, no deja de ser revelador que termine pesando más el panfleto que la grandeza de la obra.
Y el propio Céline nunca pidió un mausoleo. Lo hubiera considerado un insulto. Como lo dijera un personaje de Viaje al fin de la noche: “Invocar a la posteridad es hacer un discurso a los gusanos”.

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