Alejandro Colunga el endemoniado

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080725 arte y gente fotos del pintor tapatio Alejandro Colunga, en su taller, en la calle efrain gonzalez luna. foto giorgio viera.

Los astros se alinearon, se ondularon los desiertos y la magia cayó en el mundo. Nació un niño, pintor-músico-escultor-mago: Alejandro Colunga, un 11 de diciembre de 1948 en Guadalajara. Año Rata del el calendario chino. Sagitario con carácter alegre, aventurero, independiente, amante de la libertad, intuitivo y profético.
Hoy, 50 años después, Colunga nos cuenta su historia:
Nací en el barrio de San Juan de Dios, en un hospital que estaba ahí medio catrín. Me crié en el barrio del Pilar, en la calle de Parroquia. Fui afortunado, porque fui el último de siete hermanos, el más chiqueado, el más vago.
Tuve una infancia tremendamente feliz en una casona muy grande de tres patios, donde mi padre nos construyó columpios, un carrusel, un sube y baja. Todos los juegos estaban ahí, no había que salir de la casa.
Muere mi padre cuando yo era un niñito de cuatro años y a pesar de la tragedia, no la sentí, pensé que era parte del juego. De ahí nos fuimos a la colonia González Gallo, donde aprendí a darme de guamazos con los chiquillos, de barrio a barrio. Luego regresamos a las Nueve Esquinas.
Recuerdo que mi madre me contaba cuentos, ella dibujaba las criaturas sacadas de su mente, dibujaba muy bonito. Mi madre era de una sensibilidad exquisita, muy delicada. Yo creo que de ahí viene la cosa… Luego yo pintaba como loco, mi abuela me compraba mis primeras obras en un peso, entonces cuando ya la hartaba y no hallaba qué hacer con tanto papel, pues me decía que se le había terminado el dinero y que ya me fuera. Pero yo no me quería ir, y le decía: ‘te los doy gratis’, pero después me daba 10 pesos para que me fuera; así que me iba con mi hermano mayor Miguel a su taller, él fue quien me puso mis primeros pinceles en la mano. Crecí aprendiendo de él.
También escuchaba a mi hermano Gabriel y él me enseñaba música. Yo pensé que era músico, pero sabía que algún día me dedicaría a la pintura.
Recuerdo que cuando tenía unos seis o siete años, el mago Houdini me impactaba mucho porque tenía una personalidad muy fuerte, una mirada penetrante, que hipnotizaba. Hacía unas proezas impresionantes, lo aventaban al río encadenado en una caja llena de candados y ¡se escapaba! Yo me angustiaba mucho y brincaba de emoción. Decía: ‘¡Sáquenlo!’ Ese ser me impactó, me marcó. Yo no sabía que había truco. Se convirtió en mi ídolo”.

El gran circo
Yo nací en una familia religiosa, apostólica, católica y romana. Yo no soy religioso, pero ir a la iglesia de niño era un rito fantástico: el cura era el mago, vestía raro y de su túnica adornada, cuando levantaba las manos, salía el humaderón de incienso, yo pensaba que iba a hacer aparecer conejos, pero aparecía una ruedita blanca y entonces mi nana me decía: ‘ahí adentro del panecito blanco hay alguien’. Pues me destapaba la imaginación… A la Virgen María, montada sobre el burrito, la convertía en mi fantasía en una mujer parada de puntitas en un caballo blanco haciendo malabarismo y a San José con el látigo de domador manejando el caballo. Los arcángeles los convertía en aviadores con alas que iban con Dios. A los santos los ponía de trapecistas y los acólitos me parecía que eran enanos alrededor del mago. Cuando terminaba la función yo empezaba a aplaudir y mi nana me daba un sopapo y ahí despertaba de mi ensueño.
Era un niño fantasioso por naturaleza, y aburrido además, que tenía que inventar un mundo en las iglesias. Cuando iba al circo pasaba lo mismo. Yo no veía diferencia, sólo que iba a diferente circo. Eso es lo que pinto ahora, lo que hago hasta el día de hoy.
Mis obras surgen de los sueños, de las visitas a los circos, surgen de ver diferentes imágenes en pintura, de otras partes. Sobre todo la imaginación, donde las tengo grabadas en mi mente y mi corazón.
De la imaginación donde nacen esos duendes latosos, batallo para ponerlos en su lugar y tomarles la foto, es decir, ponerlas en el lienzo o volverlos escultura. Los personajes de mis obras me dan problemas, a veces se aparecen muy endemoniados, otras veces muy guapos.

Sociedad podrida
La sociedad tapatía está podrida, ya no tiene remedio. Desgraciadamente viene desde los padres. Puede ser válido pensar que tienes que ser exitoso en la vida, ganar dinero, casarte con una rica, tener una buena chamba o pisotear a quien se te ponga enfrente, para mí son valores muy jodidos. Los papás dicen a sus hijos: ‘vas a misa y luego te presto el coche para que te vayas de reventón’. Son valores muy miserables. Viene de los padres a los hijos, se hace una cadena muy nefasta y jamás se menciona la cultura.
Los artistas marcan la civilización de un pueblo por el grado de educación, pero Guadalajara es una sociedad muy soberbia que cree que se lo sabe todo. Creemos que somos el ombligo del mundo y rechazan lo que no entienden, lo que les hace pensar o sentir algo. Las artes son un acercamiento espiritual. Cuando la gente entra a una iglesia, avienta la limosna y no se asusta del arte que hay ahí, pero cuando lo ven transmutado en obra plástica, los crucificados somos nosotros, los artistas.
La diferencia es que ellos ponen las obras en un circo, o sea la iglesia, y nosotros en una galería y un museo. Es una lástima que Guadalajara, tan hermosa, esté tan malograda culturalmente. Guadalajara es un excelente taller de creación, se pueden ver los cielos azules en las tardes de verano. No hay otro lugar en el mundo como Guadalajara donde se ve a los políticos mordisqueándose las nalgas. No podemos esperar mucho reconocimiento para los artistas, cuando es el mayor semillero de ellos.

Los hombres-mueble
La idea de convertir las imágenes en sillas surgió cuando vivía en Nueva York, tenía un amigo muy querido que tenía un abuelito que estaba muy viejito, de 95 años, y vivía sentado en un sofá muy largo, verde descolorido de terciopelo.
El viejito no se separaba del sillón, ahí comía, dormía, no más lo llevaban al baño para que hiciera sus necesidades. Una vez estábamos en la cocina tomando una chela y de repente volteé y vi la cabeza del viejito pegada al sillón, integrada. Fue un alucine, no estábamos fumando mota, lo juro, pero lo imaginé integrado al sofá. Lo dibujé en un pedazo de cartón, y dije: ‘es un hombre mueble’. Regresé a México con la idea de hacer pintura y escultura del hombre mueble, y las obras que están en la explanada del Hospicio Cabañas son de esa imagen que se me reveló aquel día.
Afortunadamente salieron interactivos, porque la gente se puede sentar y los niños se pueden hacer pipí en ellos”.

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