Abel Galván: Las pinceladas del acierto

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A la cuarta década de su vida, el pintor jalisciense Abel Galván ha vivido de todo: las mieles de la gloria y la dolorosa caída. La sensación de confianza y lo punzante del desengaño. Se rehabilitó de las drogas y se repuso de lo acompasado y arrítmico de su corazón.
Su casa, ubicada en el centro de Guadalajara, parece una instalación de pop-art. Está iluminado de paredes blancas, naranjas, azules, amarillas y rojas. En los estantes y muros de las habitaciones se ve una repetición reiterada de objetos del entorno cotidiano: vasos, platos, tenedores, jabones, pastas de dientes. Productos de la misma marca, perfectamente bien acomodados.
Recuerda que creció en un popular barrio. Hace un esbozo de cómo convirtió los errores en aciertos y cómo la determinación lo sacó a flote en los momentos más difíciles, “a base de puro golpe y carrilla”. El Retiro fue hace mucho un suburbio en Guadalajara, ubicado entre el Parque Morelos y la Calzada Independencia. Un barrio que se formó en la periferia norte de la ciudad, donde se ubicaban la mayoría de las vecindades, en la segregación social y la lucha de clases. Abel recuerda que ahí las peleas callejeras eran constantes: “Afortunadamente ya no lo hago”.
Sentado en su cama de cobertor color carmín, cuenta el inicio de su vida: “Mis padres vendían frutas y verduras. Siempre andaban en chinga en el Mercado Juan ílvarez, en el barrio del Retiro. Crecí entre la privada y el mercadito donde la gente es muy folclórica, fresca y tiene una imaginería fantástica e increíble. Un barrio que parece un zoológico por los apodos que usaban los vecinos: el cocodrilo, el perro, el oso, el lobo, el pato. Todo eso te va formando una imaginación desbordada”, afirma sonriendo.
Abel tiene 44 años. Carcajea como si se fuera a destornillar. Su risa es contagiosa. Si fuera el personaje de una pintura, sería el centro de atención. Inspira confianza. Cuando sale a la calle, basta con que camine unos pasos para que varias personas le envíen un saludo efusivo. Es tremendamente popular.
La memoria de Abel retrocede el tiempo. Se imagina de cuatro años, justo cuando empieza a trabajar en el mercado con sus padres y cuenta que en esa época le gustaba acomodar las naranjas, las manzanas, el brócoli. Reparar las cajas, usar los clavos, el martillo y hasta construir barcos y casitas en sus tiempos libres. Por ello, su actual casa es una continuación de su feliz infancia, la repetición de la colocación, la repetición de los elementos domésticos, de las mercancías del consumo masivo. “De ahí viene mi fijación por el orden, porque a mí lo que más me gustaba era acomodar todo”.
Abel, quien narra su vida infantil apasionadamente, ignora el teléfono plateado que suena frenéticamente y sigue paseando por los pasillos de la remembranza: “La formación de mi niñez me marcó mucho. Mis padres eran comerciantes y mi padre, quien ya murió, me llevaba a los cultivos de fresa en Irapuato y de Zamora. Yo me alucinaba con la riqueza visual y los aromas. Me formé con una imaginación de barrio y en el camino al campo”.
Abel vivió una buena infancia. Fue un estudiante con excelentes calificaciones. Un niño trabajador e imaginativo. Un adolescente que se dobló por la decepción, a quien el dibujo lo ayudó a convertir los traspiés en tinos. Un adulto con un corazón precipitado y doloroso. Experiencias que lo llevaron a cambiar definitivamente de piel.

Lo bohemio de la caída
De Abel se conoce que es un gran anfitrión. Decenas de sus amigos se reunían a comer, cantar, reír y conversar en su casa. A compartir esa vida atractiva y bohemia. Ahora realiza reuniones más esporádicas, con menos invitados. Una de las causas es que su corazón se aceleró en demasía y dejo de funcionar como antes. Hoy es más precavido. La intensidad continúa siendo una característica de su personalidad, pero le da armonía con la tranquilidad, la felicidad y la honestidad.
En sintonía con los acordes del jazz que inundan la habitación, Abel cuenta que a raíz de la separación de sus padres, le vino en su adolescencia una depresión. Se volvió vago y peleaba constantemente. “Mi padre tocaba y cantaba boleros poca madre, maravilloso. Era súper bohemio, aparte de súper borracho. Con él aprendí mucho de los tríos. A diario cantaba. Lo hacía muy bien en el camino hacia los cultivos de fresas. Mis padres se habían separado justo cuando yo tenía 12 años y eso fue muy duro para mí”.
Fue una etapa difícil. A los 13 años se hizo adicto a la marihuana y al tonsol.
“Me fue muy mal. Acabé a los 16 años en la Cruz Roja. Mi familia estaba aterrada, porque me metí en un viaje interior. Me entró en la mente un debate entre el bien y el mal. Una batalla infernal que me llevó siete años en limpiar el cuerpo. Descubrí una cosa fantástica: el poder de la oración y el encuentro con Dios”.
El Dios de Abel no es como la imagen que publicita la iglesia. “Tengo la idea de un Dios como energía, algo genuino que a mí me funcionó, porque yo nunca recibí atención médica que necesitaba y aún estoy aquí. Escribí poemas de Dios y pensaba que si no hacía daño a nadie, tarde o temprano me recuperaría”.
Abel sin duda es un ser determinante. Cuenta su historia sin medias tintas: “Siempre he sido muy radical. Todo lo corto de un golpe, no hay vuelta atrás, y eso me lo enseñaron mis padres, que eran muy radicales, muy determinantes y muy honestos”. Determinación que le ayudó a concluir el capítulo doloroso de las sustancias.
Rodeado de libros e iluminado con una lámpara de buró, describe que terminó la secundaria con mucha dificultad, porque su único interés era el dibujo. “Por años dibujé con bolígrafo, no tenía borrador y tenía un dicho muy acuñado: el error como acierto. El error para empezar a crear otras cosas”. Abel se forjó una creatividad sin fronteras.
Fue al Instituto Cultural Cabañas, a la Escuela de Artes Plásticas. Se cansó de los límites que le imponían los maestros y prefirió la libertad de la búsqueda. Asistió a talleres con pintores, con personas que sabían del oficio, a museos, consultó libros. En gran medida fue un autodidacta. Descubrió la pintura, los colores y los acrílicos. Se volvió pintor. Una pasión que tiene más de 20 años ejerciendo.

Lo más chingón es la creación
Abel es un hombre alegre. Su sonrisa es interminable. Es de las personas que está presente, que escucha al otro y pone toda su atención al prójimo. Un ser emocional y comprometido con la humanidad. Pero también alguien que sufre ataques de ansiedad, depresiones espantosas y mucho estrés. Una combinación nociva que le dañó el centro de su universo. “Me vino el problema del corazón y me aniquiló. Mi cuerpo no dio para más. Fue muy duro. Por primera vez sentí que no la iba a librar y si la libraba no sabía cómo iba a quedar. Primero se me enfermó el corazón, luego se me enfermo la mente”.
Abel hoy está repuesto. “Mi corazón se restableció en un tiempo récord”. Dios y la naturaleza fueron condescendientes. Los medicamentos y un estilo de vida más sano le ayudaron.
Desde su hogar, Abel recorre pocas calles para llegar a su taller: una casona antigua llena de arte, entre instalación y collage. Sus creaciones son objetos culturales mundanos, separados de su contexto, pintados con acrílico. Pinta callado. “El silencio es potencia y aprendes a escucharte”. Explica que el arte se acompaña de otras artes: por eso le fascina la escultura. Las figuras que para Abel son libros llenos de conocimiento, que poseen una belleza implícita y una sensualidad única. Sus esculturas son juguetes, zapatos, cilindros, que reúne y los ilumina con acrílico.
El arte, dice, es sanador y mágico. “Crear es lo más chingón, no tiene comparación. Lo demás es pura mamada, como el juego del mercado, que si vendes o no vendes, que si eres un tipo triste porque no te va bien. Lo único que vale es el momento de creación. Es el momento más feliz. Tengo suerte de llevar en este oficio más de 20 años”.
Su taller, inundado de matices, es una apología a la existencia. “Los colores son la vida. Ahora tengo aversión al negro, por las etapas oscuras del pasado”.
Sus maestros han sido Robert Rauschenberg’s, Davis Birks, Basquiat, Andy Goldsworthy, Gerard Richter y Ansel Kiefer. Le gustan los clásicos: Caravaggio, Leonardo y Miguel íngel, Rubens: “Ellos eran tipos geniales”.
En la mesita de sala del hogar de Abel hay un elefante que parece observar a los visitantes. Abel asegura que se identifica con esos animales. “Es un animal leal, que cuida a su familia, recuerda a sus muertos, recuerda el camino. Tiene buena memoria, no olvida los mínimos detalles”.
Si no fuera pintor, sería psiquiatra: “Me gusta hablar con la gente. Si no fuera pintor, sería monje budista o psiquiatra. He escuchado a tanto loco y loca…”, dice entre risas.
Abel se queda reflexionando e indica que su pensamiento más recurrente es ser feliz. “Mi proyecto es vivir con plenitud, sin miedos, ni rencores, sin cosas estúpidas en la cabeza. Todo lo que te va pasando te va marcando. En el caso de que seas sensible y en mi caso he tenido la oportunidad para detenerme y reflexionar. He podido rectificar el camino varias veces y eso lo veo como una bendición. Busco retribuir esas oportunidades que me ha dado el ser supremo a través de mi persona, de mi trabajo, de mi cariño, y de mi forma de ser en la vida. He sido honesto, he hecho lo que he querido y he pagado el precio. Tengo una hija y unos amigos de quienes me siento muy orgulloso y quienes han hecho que este viaje valga la pena”.
Si tuviera que poner un epitafio, diría: “Fue feliz, porque no hay nada más cruel que tener una vida miserable, en el sentido profundo de la palabra, no por la miseria del dinero, que es una miseria muy culera, sino la miseria, que aunque lo tengas todo, te sigas sintiendo miserable, porque la vida es maravillosa”.

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