A través de otras voces

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Guillermo Fernandez, el poete y trauctor que recibió el premio Juan de Mairena. foto Arturo Campos Cedillo.

La imposibilidad de conocer por completo la Ciudad de México, pese haber vivido en ella, la he suplido con la lectura de crónicas que me han ofrecido referencias específicas. De grande ayuda han sido las prosas de Manuel Gutiérrez Nájera, Artemio del Valle Arizpe, Arturo Sotomayor, Luis González Obregón, José Alvarado, Salvador Novo, Vicente Leñero y (entre otros) José Joaquín Blanco, con su Función de medianoche; pero sobre todo me han dado algunas luces los cuadernillos editados bajo el nombre de Las estatuas de la Reforma, que se vendían en los pasillos del Metro capitalino en los años setenta: los encontré una cierta mañana del siglo pasado al final de las escalinatas del departamento donde vivía (acomodados de manera impecable, junto a otros libros, en cajas de cartón destinadas a la basura)…
Por lo anterior no dudé ni un instante en decirle al poeta Guillermo Fernández (quien al otro lado del teléfono me daba las señas de cómo llegar a su casa una tarde de junio de hace veintitrés años), que sabía llegar al lugar; sus datos de ubicación los apoyé en el recuerdo de los textos leídos. Salí del hotel y miré, antes de tomar mi camino, la Torre Latinoamericana y la coloqué como un faro que me daría el espacio referencial para, después, encontrar mi retorno. Me iluminaba el rostro no del sol, sino haber escuchado la voz del poeta que había leído con gran ánimo antes de este posible encuentro, en una antología preparada por Sandro Cohen, con el nombre de El asidero en la zozobra, publicada en Jalisco en 1983.
Fernández había nacido en Guadalajara en 1932; su breve estancia comenzó a desdibujarse a los diez años, cuando partió de manera definitiva a recorrer el mundo; luego a la capital mexicana. Regresó de manera esporádica a su ciudad, obligado solamente por premuras rotundas: en su juventud la muerte de su madre lo hizo venir a sus funerales. Un frágil hilo como contacto con Guadalajara fue su relación con su hermana. Volvió hace poco para recibir un homenaje de parte de algunos jóvenes poetas tapatíos.
Aquella tarde llegué puntual a nuestra cita, algo que le sorprendió; y su agradecimiento mostrado en esa ocasión fue una breve entrevista que coloqué en mi libro Arreola, un taller continuo (1995), y una extensa charla personal que duró hasta avanzada la noche.
De ese encuentro nació una larga amistad, con intermitentes conversaciones telefónicas, luego aletargadas por prudencia de mi parte, pues supe de su disciplina en la traducción de voces fundamentales de la poesía italiana: a él le debemos el conocimiento de algunas obras de Guiseppe Tomasi de Lampedusa, Dino Campana, Umberto Saba, Valerio Magrelli, Andrea Zanzotto y Alda Merini, que trajo de manera impecable a nuestra lengua.
Tímido como fue, Guillermo Fernández supo hablar mejor a través de las voces de otros. No obstante, aunque breve y discreta, su obra personal es de primer orden, de la que Sandro Cohen ha dicho: “Es imposible ignorar en la poesía de Guillermo Fernández las constantes alusiones a nuestra fragilidad como raza”, y por ello “busca recuperar a ese otro que vivía en él antes de la amenaza del nuevo holocausto, cuando existía para el hombre un estado de gracia”. Su “actitud hacia el mundo se describe siempre en movimientos hacia atrás, con un disgusto general por la conciencia de lo efímero que ha sido el santo y seña de nuestra cultura moderna”. Quizás por ello: “Todos sus libros giran alrededor de la angustia propia de un hombre para el cual no existe ninguna estrella de la mañana…”:

Maduró el momento de decirte que estoy cansado del aquí y del allá, de la crueldad que dividió esta tierra en dos orillas intolerables…

La tarde del sábado 31 de marzo el poeta fue hallado muerto, en su casa de Toluca, a donde había ido a residir hacía veinte años. Todo indica que el asesinato del poeta fue perpetrado presuntamente “por alguien cercano a él” —han dicho personas también cercanas a él. Su ignominiosa muerte no únicamente silenció su voz personal: muchas voces de la poesía italiana, que Fernández nos había traído a nuestra lengua, se fueron con su persona.
En octubre de este año Guillermo Fernández cumpliría ochenta años.

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