Reforma educativa sin fin

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La problemática educativa está escalando al primer rango de la agenda del presidente electo Andrés Manuel López Obrador, junto con otras problemáticas, como la corrupción, la pobreza, y a otras cuestiones emergentes, como el aeropuerto en la Ciudad de México, los foros sobre la pacificación del país, la cultura, la internacionalización de los mercados.

Algunos de ellos son desafíos que enfrenta la escuela actual en el contexto turbulento de la sociedad del conocimiento. Problemas sobre los efectos perversos de la pérdida de autoridad moral del presidente actual y de algunas instituciones, la violencia, que en vez de disminuir aumenta y con ello la autodestrucción juvenil.

El molestar educativo es tan notorio, que algunos intelectuales, posiblemente con justa razón, comparten la idea de que las reformas amenazan con fracasar, ya que el problema educativo se aborda con la óptica de “más de lo mismo”.

Así se produce el dilema maltusiano de que las solicitudes para educarse crecen exponencialmente, mientras que los pocos escogidos que se educan con éxito solo aumentan en progresión aritmética. Ante esa problemática, las autoridades de la SEP prefieren desviar fondos hacia centros privados de enseñanza. Desaparece la necesaria igualdad de oportunidades para emanciparse, condenando a los jóvenes a su desesperado sálvese quien pueda, del que es fácil pronosticar quiénes obtienen el título de perdedor. Por eso el filósofo español Fernando Savater, en diferentes ocasiones ha definido la cuestión educativa como el terreno cívico donde nos jugamos nuestra prioritaria razón de ser.

En suma, el problema es tan complejo y contradictorio, que carece de posible solución, por lo que cabe entenderlo como un absurdo kafkiano: un laberinto enmarañado sin ninguna salida practicable. Pues bien, tomemos en serio esta metáfora del absurdo sin sentido y averigüemos por qué parece que no hay salida, confiando así, no en encontrarla, pero al menos a adaptarnos a su falta. Esta sería la hipótesis a considerar: actualmente la educación no tiene salida. Sin embargo, sentimos nostalgia de ella, como si añorásemos un pretérito paraíso perdido en que la educación sí la tenía.

¿Qué salida? Posiblemente la de colocar a los jóvenes en proporciones privilegiadas que les duraban de por vida, constituidos en legítimos titulares del derecho de propiedad patrimonial sobre un puesto vitalicio al que su vida les destinaba. Si en aquella época la educación parecía tener sentido, era porque proporcionaba a los jóvenes educandos que la superaban con éxito, un destino final; es decir, un desenlace vital hallando una salida viable, duradera y bien definida al laberinto de sus vidas. Hoy reina la incertidumbre.

Por último, la demanda de equidad social para garantizar niveles altos de cohesión frente al aumento de la exclusión, donde la posesión del conocimiento está concentrada. Sin equidad social no hay economía competitiva ni democracia política sustentable.

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