Las religiosas también son mujeres que trabajan

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En estos días en que se oye tanto hablar sobre la equidad de género, sobre feminazis y masculinidades, quiero hacer una reflexión sobre el papel histórico de un grupo de mujeres que ha sido dejado un poco de lado por la historia del trabajo: las religiosas de vida apostólica. Mientras las obreras, las vendedoras, las enfermeras, administradoras, políticas, profesoras se van haciendo un hueco en los libros que recogen la memoria colectiva, las profesoras, enfermeras y trabajadoras sociales que en muchos casos son misioneras, no aparecen en ningún registro.

En diversos archivos me he topado con documentos que dan cuenta de la labor económica y social que han hecho las religiosas de vida activa por sus congregaciones, pero que también han tenido impacto en su comunidad o en el país; aunque no sabemos exactamente el grado de dicho impacto, porque su actuar es desconocido, no ha sido tomado en cuenta, y a la fecha permanece invisible en los conteos oficiales.

Durante la Colonia hubo generalmente congregaciones religiosas femeninas contemplativas, es decir, dedicadas al rezo, a la liturgia, la escritura. No obstante, sabemos que muchas de ellas personalmente, o bien sus criadas, elaboraban chocolates, dulces, rompopes, panes, moles, bordados, etcétera. Esto obviamente rendía un fruto económico, quizá de tipo endogámico, pero a partir de 1844 surgieron congregaciones apostólicas o de vida activa. Estas órdenes contaron con un espacio reservado para sus rituales religiosos, pero estaban de cara al público, atendiendo colegios, orfanatorios, hospitales, clínicas, escuelas parroquiales, casas de rehabilitación, además de seguir con las actividades culinarias y artesanales que ya mencionamos. Su paso fue fugaz y durante el periodo de Lerdo de Tejada desaparecieron del panorama nacional, para regresar con más fuerza durante el Porfiriato.

Cualquiera de nosotros conoce algún hospital o colegio atendido o administrado por religiosas o ha sabido de las delicias que preparan las monjas clarisas o lo estrictas que son para la docencia las del Sagrado Corazón. Pero no las encontramos como entes activos de la historia económica. Es un caso similar a lo que pasaba con el trabajo doméstico: las amas de casa, decían, “no trabajan”, las mantiene su marido.

Actualmente el INEGI ha creado un medidor para ponderar lo que representan para la economía actividades como tender una cama, organizar un armario, lavar la loza, hacer las compras, lo que ha sido incluido en la llamada “cuenta satélite”. Las religiosas de las que hablo no sólo lavan ropa, preparan comida, bordan, sino que realizan actividades hechas por seglares. Nadie duda que son productivas y se ubican en el rubro de prestación de servicios. Sin embargo, si lo hacen religiosas, se cuenta como parte de su vocación y no como un motor de la economía, y claro que lo son.

Cuando ingresan en una orden, las mujeres o dan dote u ofrecen realizar actividades diversas. La dote es dinero en efectivo que la Iglesia invierte y con ello asegura la manutención de la religiosa. Si éstas renuncian a la vida monacal, se les regresa su capital. Las dotes fueron durante mucho tiempo una entrada importante para la Iglesia, que a la vez cumplía las funciones de un banco actual.

Muchos de los hospitales, clínicas y colegios de que hablaba líneas arriba, fueron fundados, organizados, administrados, atendidos por maestras y enfermeras y demás “personal” monástico, y muchos lo han hecho con tal éxito que los han convertido en excelentes negocios, pero no les han reconocido el mérito correspondiente.

En eso me encuentro actualmente, reescribiendo una historia de mujeres trabajadoras que han sido borradas generalmente por cuestiones de género y en la que deben tener el espacio que se han ganado a pulso y que este 8 de marzo me permito compartir con ustedes.

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