Hidalgo en el calabozo

1613

Lo había encontrado en los libros de primeras letras; lo había visto en los murales de Orozco en Guadalajara; había acudido a la Casa de los Perros (donde Severo Maldonado imprimió su Despertador Americano); había leído el documento sobre la abolición de la esclavitud, expedido el 6 de diciembre de 1810, en Jalisco, y lo vi una mañana de mucho sol, el 19 de marzo pasado, en el Palacio de Gobierno de Chihuahua.
La flamita de una lámpara votiva describe el lugar exacto donde fue fusilado, el amanecer del 30 de julio de 1811; con una mano, dicen, dispuesta en el punto exacto del corazón. Pidió que no le vendaran los ojos, para poder, seguramente, mirar a sus agresores de las fuerzas realistas. Lo que ya no pudo ver, eso es seguro, fue cuando el comandante (tarahumara), de apellido Salcedo, de un solo tajo de su machete le cortó la cabeza; luego Salcedo —así lo dice la leyenda— recibiría veinte pesos por haber cumplido la ejecución.
Sepultado, luego de su muerte, en la capilla de San Antonio del templo de San Francisco de Asís, de Chihuahua, posteriormente su cabeza fue enviada a la Alhóndiga de Granaditas (en Guanajuato), donde permanecería, junto a las de Allende, Aldama y Jiménez, a la vista de todos, como escarmiento. Después iría su cuerpo exhumado y su cabeza a reposar al Altar de los Reyes en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México (en 1821); poco después, al pie del íngel de la Independencia (en 1925).
Diletante como soy de la historia de México, a lo largo de muchos años he venido adquiriendo libros que llenan algunos estantes de mi biblioteca personal, y hace muy poco en un Sanborns me llamó la atención la Historia de México, que el gobierno de Felipe Calderón mandó facturar y algunos de nuestros historiadores mantienen en sus páginas trabajos sobre las distintas épocas del devenir de nuestro pasado. Los datos ofrecidos por los autores no satisfacen a nadie; son, a mi modo no profesional de ver, los mismos cuentos que a lo largo de años se han venido narrando y que ya deberíamos saber. Buscaba algunas reflexiones contundentes, ciertos análisis y novedades, pero no hallé nada. Fui, entonces, a buscar un viejo tomo que en los años setenta reeditara el gobierno de la capital en su Colección METROpolitana, de Luis González Obregón, sobre La vida en México en 1810 (en el mismo estante me encontré Presencia del padre Hidalgo, de Roberto Carrillo Díaz, que han sido más provechosos que la historia oficial del libro editado para conmemorar el Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución, promovido por el gobierno panista).
Como aficionado que soy a la historia nacional, he aprendido, en todo caso, de los no profesionales, de los escritores y de los viajes al punto preciso de los hechos: ofrecen la oportunidad de no encontrar la retórica, sino la libre experiencia de uno mismo de reconstruir los mitos y la realidad.
El libro de González Obregón, con infinito deleite y puntualidad en su narrativa, describe lo ocurrido durante 1810 en la Ciudad de México, y abre la posibilidad de interpretar y no simplemente describir una escritura desabrida y sin chiste. Hay vida, pues, en sus escritos, pese a que su obra se publicó en 1911.
Encontré más beneficios en el viaje a Chihuahua, y que resulta para mí uno de los más hermosos regalos de cumpleaños que haya tenido. Fuimos, en aquel momento, a la Casa Chihuahua, donde se halla el espacio que ocupara por tres meses Hidalgo, antes de su muerte. En un edificio impecablemente moderno (que fuera el Colegio Jesuita de Nuestra Señora de Loreto y, luego, por largos años Palacio Federal), se rescató un íntimo lugar donde sufrió encierro el cura, y se encuentra un catre, una silla, un escritorio, una Biblia y otros enseres y piedras originales de la fortificación derrumbada. El espacio es breve y lleva hacia un torreón, donde se podría ascender por una escalinata, pero no se permite.
El lugar es umbroso y apenas llega un casi imperceptible rayo de luz solar. No es difícil, pues, recobrar el dolor sufrido por Hidalgo en ese lugar. Recreado a la manera de los museos gringos, nos enteramos por enésima vez de todo lo ocurrido allí. Sin negar la emoción, descubrimos la fatalidad de un hombre que sabía que pronto iba a morir. Pero también descubrimos su tranquilidad y el ingenio literario del Padre de la Patria, pues pude copiar dos Décimas dedicadas a sus carceleros, y que la negra tinta dispuso en grafías y su agradecimiento a seres nombrados, como Ortega y Melchor.
(Ortega, tu crianza fina, /tu índole y estilo amable /siempre te harán apreciable /aún con gente peregrina. /Tiene protección divina /la piedad que has ejercido /con un pobre desvalido /que mañana va a morir, /y no puede retribuir /ningún favor recibido.)

Melchor, tu buen corazón
ha adunado con pericia
lo que pide la justicia
y exige la compasión,
das consuelo al desvalido
en cuanto te es permitido,
partes el postre con él
y agradecido Miguel
te da las gracias rendido.

Al salir encontramos al vigilante del museo. Nos recordó el sufrimiento de una persona. Y la contundente hipocresía y brutalidad del poder.

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