Ernesto Flores

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1

…le estábamos preguntando a una beata sobre los amores del padre Placencia, cuando de pronto grita hacia adentro de su casa: “¡Panchooo! Aquí están unos masones que están hablando mal de los padrecitos.” Salimos corriendo. Jorge, ya en la calle, estaba que lloraba de la risa.

Le pregunté a una beata de El Salto: ¿Era guapo el padre? Contestó: “Era muy, muy, muy…” Al ver los ojos de malicia de Jorge, terminó diciendo: “…era muy correcto de sus facciones.”
No me preguntes fechas. Fue una investigación de mucho tiempo. Al principio, fui con la intención de hablar con el cardenal Garibi. Me recibió un obispo con una gran sonrisa, muy amable. Me preguntó:

—¿En qué le puedo servir?

—Estoy trabajando una investigación biográfica del padre Placencia.

—¡Abandone esa investigación! Aquí no se le va a decir nada de ese tipo. Ni en ningún lado.

Se puso lívido. Se levantó y se fue. Pasaron ocho años y yo no conseguí nada aquí en Guadalajara.

Al poco tiempo [de la entrevista con el obispo] fuimos a El Salto de Juanacatlán. Me preguntó la señora:

—¿Qué le dijo el obispo?

— No me corrió. Se salió y me dejó sentado.

—Usted me dijo que aquí estuvo el padre Placencia.

—Sí, aquí en El Salto.

—Dele diez pesos al sacristán y que le enseñe los papeles —me recomendó.

Eso fue una revelación. Yo había ido a Chihuahua, al lugar donde fusilaron a Hidalgo. Había un montón de caligrafías: unas redondas, otras picudas, unas acostadas, otras izquierdillas… Pensé: el padre Hidalgo era un sujeto muy cambiante. Un año hacía cerámica, otro, crianza de gusano de seda… Le encantaba el teatro. Había una muchacha muy bella y la convenció de que saliera de primera dama y salió embarazada de Hidalgo. Cuando vi en El Salto las caligrafías sobre papel del padre Placencia, igualitas; cambiantes totalmente, me pregunté: ¿No será por casualidad el mismo caso de Hidalgo? Ese era.

A la semana siguiente volví a El Salto y pregunté por los más viejos que habían conocido al padre Placencia. Me dijeron: “Hay unas beatas que son ratas de la iglesia, ellas van a saber todo.”

Fui. Ellas eran encantadoras. Me dijeron muchas cosas. Me di cuenta que ahí estaba la papa.

2

En Guadalajara nadie sabía nada del padre Placencia. Leí el libro del padre Chayo. Habla de las calificaciones del Seminario, un montón de cosas que no tienen nada qué ver con lo fundamental. Pero él es respetadísimo por el clero porque dice cosas que el clero quiere que se sepan. Una serie de tapujos y cosas de esas.

Javier Sicilia en su prólogo a El libro de Dios, escribe: “Como dice Ernesto Flores…” Y después sigue diciendo lo que dijo Ernesto Flores, pero ya no dice que yo lo dije. Me aconsejó Emmanuel Carballo: “Demándalo”. Pensé: Yo en Guadalajara demandando a una persona de México… No.

3

En el proceso de la investigación conversé con el obispo de El Salvador. Me preguntó:

—¿Cómo es su poeta?

—Extraordinario.

—Déjemelo como si fuera mío —me contestó—. Hábleme dentro de una semana.

A la semana le hablé. Me dijo: “Oiga, su poeta no está en ningún archivo. Debe haberse venido cuando la persecución religiosa y no traía nombramiento. Pero véngase unos tres meses y va a sacar maravillas.” De dónde sacaba yo dinero para irme tres meses allá. Para El Salvador no fue Josefina Cortés. Ella tenía una pulmonía y se tuvo que quedar aquí. El padre de Josefina prácticamente mantuvo al padre Placencia. No tengo fotografía de Josefina y debí buscar…

Fui con un canónigo. Los curas generalmente no decían nada. Me dijo:

—Todo lo de confesión no se lo puedo decir aunque me maten.

—Lo sé perfectamente —le contesté—. Pero yo quisiera que por lo menos me dijera a qué se refiere el padre en las dedicatorias en los tres poemas que le dedica a usted.

—Deje traer mis lentes.

Se sofocó. Con los nervios no encontró los lentes. “Hágame favor de leer los poemas.” Empezó a llorar con grandes sollozos. “Yo fui confesor del padre Placencia. Nunca he conocido un sacerdote tan sacerdote como Alfredo. Caminaba horas para dar una comunión. Nunca se detuvo ante nada. Y sobre su religiosidad nunca he visto a un sacerdote con la profundidad de él. Pero era débil.” Con eso me dijo todo.

Una vez, en una boda. La fiesta estaba adentro de la casa y los profesionistas se fueron a conversar al jardín. El doctor dijo: “Yo no sería doctor otra vez. Estoy a punto de comer cuando llegan y me dicen que está una señora a punto de parir. En la noche otro enfermo. A mi señora ya ni la conozco.” El licenciado dijo: “Yo he sido feliz. Tengo casas. He viajado a Europa… Todos los profesionistas fueron dando su opinión. El padre Placencia estaba muy callado. “¿Padrecito —le preguntaron—, usted no dice nada?” Contestó: “Debo aclarar que nada amo tanto como a mi religión. Nada. Pero me hubiera gustado tener una profesión en que pudiera disfrutar de una compañera.” Él no escogió ser sacerdote. Su padre, don Ramón, lo metió al Seminario porque era lo más accesible, él que era tan pobre.

Y los chismes. El alcoholismo del padre Placencia es de lo más absurdo. Cuando enviudó la mamá tuvo una crisis espantosa. Iba al mercado y ahí vendían unas copitas de vino de naranja. Así empezó. Se hizo alcohólica. El señor arzobispo que no quería al padre Placencia le prohibió vivir con su mamá, porque un sacerdote no puede vivir con un alcohólico. Entonces el padre mandó a su mamá a una hacienda con unos parientes. Allá la cuidaron. Allá murió.

4

Luego el padre Placencia se fue para Tonalá. Un buen hombre, don Pillo, le dijo: “Padre, le traigo a mi hija Josefina. Sé que usted se lava la ropa, que usted se cocina, que usted hace lo que debe hacer una sirvienta. Le traigo a mi hija para que le haga los servicios.” Yo sospecho que los servicios se los hizo muy completos…   
Cuando conocí a Josefina, una mujer octogenaria, era bonita todavía. De ojos verdes. 

En una revista donde yo trabajé venía un artículo hablando horrores del padre Placencia. Ahí se sostiene que tenía docenas de hijos. Una cosa absurda. Yo tuve mucho cuidado al investigar y me encontré a Jaime, y fui muy su amigo. Yo nunca encontré ni supe de otro. Si tuvo un hijo a lo mejor pudo tener otro u otros. Pero no se sabe nada con certeza de esto. Cuando fui a Temaca llegué a una cantina. Ahí estaban unos viejos:

—Perdonen. Estoy haciendo una investigación muy seria sobre un poeta muy grande…

—¿A quién se refiere?

—Al padre Placencia.

—¡Placencia! Todos lo recordamos mucho. Lo queremos. Todos sabemos de memoria los poemas que escribió sobre Temaca.

—Yo quisiera saber otras cosas…

—¿Mujeres? —me preguntó un viejo mirándome de reojo.

—…por ejemplo.

—Aquí había una mujer que recibía hombres. Y el padre la frecuentaba. Yo no sé si para confesarla. En realidad no sabemos. Pero usted me responde del uso que haga de este dato.   La conversación hace una pausa. La maestra Carmen o la señora Flores como a ella le gusta nombrarse, nos ofrece café, galletas o un vino tinto, cerveza… Conversamos sobre amigos comunes. Aprovecho para preguntarle a Ernesto Flores sobre la presentación del libro.

—Anexo en Poesía Completa poemas inéditos o no coleccionados. Ya me invitaron a presentar el libro en la FIL, y estoy temblando. Creo que todo el salón va a estar lleno de gente del clero con ametralladoras. Van a mandar grandes oradores y yo que soy tan torpe a la hora de hablar, como Juan Rulfo, pero Juan Rulfo escribió Pedro Páramo.

Es placentero ver este libro que duró cinco años en la editorial para salir. Quedaron fuera algunos puntos: un comentario de Agustín Yáñez. Lo de la beata de El Salto… Yo no quise tocar la moral del clero. No era mi tema.

Me trajeron un libro con una fotografía del padre Placencia… La cosa más espantosa: carga una ancianidad última. Murió de cincuenta y cinco años; parecía de noventa. ¡Qué barbaridad! Se lo acabaron.

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