El azar y la realidad

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El azar es caprichoso. Y produce situaciones que resultan, a un mismo tiempo, inverosímiles o cuerdas. Pienso, por ejemplo, en el episodio que narra Julio Cortázar en las primeras páginas de Rayuela: la Maga y Oliveira no necesitaban de un aviso para encontrarse en las calles de París, porque eso era lo menos común entre ellos. El azar los hacía coincidir en alguna plaza, parque, banco, o callejón parisinos: les bastaba una especie de corazonada. O quién dice que no fue el azar el que provocó que en las orillas de un río de Boston se encontraran, cierta tarde, el Borges viejo con el Borges joven, y entablaran un diálogo sobre los días, el futuro y el pasado.

Si hay un autor contemporáneo a quien el azar y sus trampas y variantes le interesan (o lo inmiscuyen sin su consentimiento), ése es Paul Auster. “En mi vida siempre han abundado sucesos curiosos, y por mucho que lo intente, soy incapaz de librarme de ellos”, reflexiona en Experimentos con la verdad. A Auster no le interesa recurrir a un mecanismo bien trabajado y aceitado para hacer que dos personajes coincidan en cierto punto y a partir de entonces construir una historia con un desenlace fatal o benévolo. En él es más complicada la cuestión por ser más sencilla: en buena parte de su escritura se trata de la realidad y del azar, no de un mero artificio mentiroso.

El azar visto como casualidad, como caso fortuito toma partido en numerosas situaciones que le acontecen diariamente y se apresura a escribirlas. Por medio de su propia alquimia las vuelve literatura. Y la realidad toma forma, es otra. A partir de la muerte de su padre, por ejemplo, escribe La invención de la soledad, una especie de ensayo-memorias en las que se da a la tarea de pergeñar un perfil: el de un hombre hasta entonces mayormente desconocido para él, ausente la mayor parte de su vida. Como ése, hay otros asuntos que lo atenazan y no lo sueltan hasta que, frente a la máquina de escribir, logra exorcizarlos y alejarlos de su mente. No obstante, a veces, persisten en los años.

¿Cómo descubrir en el azar un hecho que valga la pena contar? En Auster no hay un aviso como tal, sino un guiño que se parece más a una corazonada que a una palabra. Por ejemplo: recibe una llamada telefónica en su apartamento de Brooklyn, en una tarde de la primavera de 1980. Del otro lado del auricular preguntan: “¿Agencia de detectives Pinkerton?”. Auster niega que se trata de ese lugar y cuelga. Al día siguiente, casi a la misma hora, la misma voz pregunta por teléfono: ¿Agencia Pinkerton?”. Niega y de nuevo cuelga, pero a diferencia de la primera vez en que le da por olvidar el incidente sin mayor apuro, ahora siente verdadera curiosidad y se dice que si el hombre llama otra vez le seguirá la corriente. “¿Qué habría sucedido si me hubiera hecho cargo del caso?”, se pregunta en El cuaderno rojo: la realidad como herramienta para entrar en el azar.

Sin embargo, no hubo una tercera llamada sobre el tema de la agencia de detectives. Pero esta anécdota le sirve como detonante de su primera novela, La ciudad de cristal. A diferencia de Auster, Daniel Quinn, el protagonista, sí recibe una tercera llamada en la que le preguntan por el detective Paul Auster, y Quinn, entonces, se hace pasar por Auster para encargarse de un asunto que lo llevará, en un vacío progresivo, a desconocerse a sí mismo. Auster finge ser Auster para hacerse pasar por otro y éste otro, a su vez, es un protagonista de las historias que escribe Daniel Quinn, un autor de novela policiaca. Así de enrevesado es el azar y sus caprichos: porque el personaje de Quinn no es un héroe, como tampoco lo es Auster en la novela.

De tal manera se imbrican el azar y la realidad en la vida y escritura de Auster, que la literatura no es más que un mero pretexto para prestarse a esos caprichos: sabe que al azar hay que domesticarlo, volverlo aliado.

Los abuelos de Paul Auster y su madre vivieron en el mismo edificio en que Antoine de Saint-Exupéry escribió El principito, un edificio neoyorkino en uno de cuyos balcones Auster, al contemplar la ciudad durante su infancia, comprendió que Nueva York era, y no otra, “su ciudad”. Ahí, la realidad de una vida azarosa, porque supo esto cuarenta años más tarde, siendo ya un escritor que leyó de niño el libro de Saint-Exupéry.

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