Sobre mujeres, sombreros y dioses

Tres textos evocan la memoria de unas obras icónicas de la literatura latinoamericana, pero también sus personajes, autores y símbolos

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Magda, la de Onetti

El 30 de mayo de mil novecientos noventa y cuatro ocurrió la desaparición física de Juan Carlos Onetti, quien murió exiliado en Madrid, lejos de su natal Montevideo y tras años de estar postrado en cama —se diría que por enfermedad, falta de voluntad y pereza de ver el mundo.

Sufrió cárcel en 1974 por orden del dictador Juan María Bordaberry y fue declarado enfermo mental por haber sido jurado en un concurso de cuento, género del que es uno de los maestros de la literatura en castellano.

Antes del exilio, su vida transcurrió entre Montevideo y Buenos Aires, y su obra permite saberlo: son los escenarios donde habitan sus personajes, que trasladó a una ciudad imaginaria —contundente por real: Santa María. Y él mismo como periodista transitó recogiendo la realidad y colocándola en la revista Marcha, de cuyas vivencias en la redacción surgió, años después, una breve pero increíble novela: Cuando entonces (1987), una nouvelle de un escritor en la vejez, pero no por ello falta de emoción amorosa.

Onetti tenía setenta y siete años cuando a su memoria retornó Magda, una mujer cuyo simbolismo es la pasión; una prostituta que seguramente estuvo alguna vez viva antes de convertirse en palabras. La elegía dedicada en esa novela a Magda, nos recuerda que las prostitutas son los personajes centrales de casi toda la obra de Juan Carlos Onetti y en ellas depositó sus mayores esfuerzos literarios.

Escrita entre las sábanas de su cama, Onetti se volcó hacia una fecha imprecisa de su memoria y evocó a Magda —seguramente con enorme fervor. La recordó, la imaginó y la trajo a su vida para hacerla un ser vivo. Una mujer de la memoria… ¿acaso hay otra forma de hacer un homenaje a las mujeres amadas, que mantenerlas en la memoria y traerlas otra vez a nuestras vidas y volverlas a amar desgarradoramente cuando se les describe en los trabajos literarios? ¿Hay otra forma de volverlas a amar?

Uno debe desbordarse en sus cuerpos —poseerlas— para poder narrarlas.

Sombreros de San Juan

Margo Glantz, en un magnífico ensayo sobre la novela La sombra del caudillo (de Martín Luis Guzmán), nos recuerda la importancia de los sombreros en la sociedad de ese tiempo en que transcurre la historia: el comienzo del siglo veinte. Cada personaje sostiene en su cabeza —dice— un distinto sobrero y una marca; a manera de jerarquía cada uno es distinto…

Los sombreros, antes de uso común en México por personas de la clase media y alta, luego dejaron de usarse; siguieron portándolos las personas de clase media baja y, sobre todo, los miembros de las comunidades indígenas como parte de sus atuendos. De unos años a la fecha, ha vuelto a resurgir la moda y su uso en algunos círculos.

Conozco pocos poemas que hablen de los sombreros; hay uno de Octavio Paz que es muy estimable y bello: “Brindis” (En San Juan de los Lagos /me encontré un sombrero rojo: /lo escondí en el mar, /lo enterré en el monte, /lo guardé en mi frente. /Hoy brota en esta mesa, /chorro de palabras el mantel se cubre /de miradas.). Es singular por su tema y, también, por su factura; y logra, cada vez que lo leo, llevarme hacia una historia personal.

En 1994 viajé a dar una lectura de poemas a San Juan del Río (Querétaro). Antes de la lectura fui al mercado a comer. Y a la salida me encontré un sombrero y lo compré. Fui hacia la plaza y, de pronto, sentí que alguien me seguía. Me detuve. Seguí. Descubrí que una mujer indígena (con un niño en la espalda) seguía mis pasos: iba a donde yo. Se detenía donde yo. Un poco asustado hice una pausa en el camino. “Usted me sigue —le dije—, ¿en qué puedo ayudarle?”. Se me quedó mirando. “¿Dónde compró su sombrero?” —preguntó. “En el mercado”. “¿Me lo puede vender? Es muy bonito y nunca había visto uno igual”. Me sorprendí. No supe qué decir. Luego le dije: No. Recapacité: el sombrero, elogiado por esta mujer, aumenta su valor. Lo dejé para mí. Hoy que escribo estas líneas, al verlo, he vuelto a recordar la historia.

Uno de los siete dioses

La importancia de la obra de Enrique González Martínez logra que uno de los críticos más acertados de América Latina lo declare como uno de los siete dioses mayores de la lírica mexicana; la afirmación se debe al crítico dominicano Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), quien lo conoció bien y mantuvo una relación muy estrecha durante largos años, en su estancia en México.

Para Henríquez Ureña, en sus estudios mexicanos, la obra del poeta tapatío resultaba fundamental, en mil novecientos quince, cuando escribió su ensayo. Interesantísima —dice al inicio de su texto— para la historia espiritual de nuestro tiempo, es la formación de la corriente poética a que pertenecen los versos de Enrique González Martínez.

Luego declara que en la obra del poeta hay un “culto que suscita entre los jóvenes. Aunque muchos en América no lo conocen todavía, González Martínez es en mil novecientos quince el poeta a quien admira y prefiere la juventud intelectual de México; fuera, principia a imitársele en silencio”.

A lo largo del tiempo nuevos críticos han revisitado la obra de González Martínez y sostienen —como es el caso de José Joaquín Blanco en su Crónica de la poesía mexicana— un punto de vista contrario a muchos de los admiradores de su obra y trayectoria.

Blanco vuelve al poema de «Tuércele el cuello al cisne.» Afirma el crítico mexicano que el poeta-pensador “tuvo un prestigio desmesurado; su culto al silencio, a la naturaleza pura, a la introspección estetizada, a la serenidad pragmática y completamente prefabricada, lo configuraron como el hombre del búho: el pensador, opuesto al cisne sensual rubendariano que él creyó meramente decorativo y excesivamente sensual”.

Para en seguida referir que lo que para Tablada fue “el comienzo de la audacia, para González Martínez es el colmo de la frivolidad”, ya que arguye Blanco: “…desde el primer libro se siente inhibido y molesto por la sensualidad frívola de los cisnes amanerados y busca formas más austeras, púdicas y mentales que desarrolla entre 1909 y 1921”, en sus libros de esos años, donde la meta fue “que tu verso sea tu propio pensamiento/ hecho ritmos y luces y murmurios y aromas”.

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