En la escuela te enseñan que las oraciones
están hechas de palabras y las palabras de sílabas
y las sílabas de letras. Pero yo digo que las oraciones
también están hechas de silencio.
El monte de las furias

¿Qué tiene que ocurrirle a una mujer para que decida irse a vivir a la montaña? Las respuestas pueden obtenerse en los cuatro cuadernos que funcionan como capítulos de la novela El monte de las furias (2025) de Fernanda Trías. Son estos cuadernos en los que la narradora nos va dejando leer en torno a diversas historias de familia. Pero al mismo tiempo que tenemos acceso a esa escritura íntima, vamos viendo lo que hace la narradora con su vida en los capítulos referentes a “La montaña”. Lo que hace o lo que deja de hacer en ese lugar brumoso y apartado del mundo, sería materia de exposición para otro ensayo.

Lo primero que se advierte en esta historia de soledad y tristeza es cómo la narradora se cuida bien de mantener en secreto su nombre de pila. Tan bien lo hace, que nos mete en el juego onomástico de las posibilidades: “Yo preferiría un nombre de algo que quiero ser, como Bella o Felicidad, pero no me molestaría nada un nombre de montaña […] Si te ponen un nombre raro tenés que cargarlo para todas partes y una se siente en la obligación de hacer algo importante para cumplirle al nombre”.

Es por uno de esos cuadernos que conocemos las diferencias que hay entre la abuela y la madre de la narradora. Mientras que la abuela es un ser sensible a la naturaleza y con el corazón amoroso y empático, la madre, por el contrario, es una mujer a la que le gusta lo artificial y quien en absoluto aprecia ni quiere a su hija: “¡Cómo amaba mi madre el plástico! Cómo adoraba la ciudad, donde hasta los cubiertos eran descartables”.

Además de prostituirse, la madre era muy severa para con su hija: “Por la mañana, cuando los hombres ya se habían ido, entraba al cuarto y veía a mi madre dormida bajo la frazada. Le dolía todo, decía en un murmullo, y me pedía que no hiciera ruido. Si la molestaba, me pegaba con la chancleta. Yo me movía como un ratón, casi arrastrándome, pero las botellas hacían clic clic, y al levantar ropa del piso siempre caía alguna cosa”.

En pocas palabras, la madre hizo de la hija un objeto de aversión y venganza: “Yo nací con el cordón alrededor del cuello, nací casi ahogada. Esa historia me la contaba mi abuela cada tanto”. Fue esta manera de nacer “ahogada” la que provocó -según la propia narradora- que la sangre se le envenenara y que ya no pudiera amar el mundo. Es así que esta falta de amor la hizo buscar una compensación en dolorosas acciones en contra de ella misma: “[…] si el veneno se me alborotaba en la sangre, llevaba un pucho a la cocina y me lo apagaba en la pierna. O me lo apagaba en la cintura, debajo de la camiseta. Siempre en algún lugar oculto”.

En la suma integral de los factores que causaron que la narradora abandonara la casa y se fuera a vivir a la montaña, aparece el hecho de que la madre obligara a la hija a dejar la escuela:

“Algo le habrá dicho la maestra porque mi madre insistió: los libros no nos van a dar de comer. Nunca supe qué dijo la maestra, pero sé que pidió que le devolviéramos el diccionario. El diccionario de la Biblioteca del Saber”.

De acuerdo con esto último, el haber tenido un diccionario permanentemente en casa permitió que la narradora se sensibilizara sobre los misteriosos efectos que las palabras hacían en ella. Bajo esta premisa es que comprendemos varias de las reflexiones que encontramos en alguno de sus cuadernos, como esta que dice: “El frío abre, taja, entumece. Pero también quema, arde, punza. ¿Cómo hace todo eso una sola palabra? Y de qué sirve que yo escriba ‘el frío me corta la cara’, si las letras no tienen cara, si el papel no brilla como el acero”.

Ante tal reflexión, se nos vienen otras preguntas y otras ideas que hay en el libro La piedra de la locura (2024) de Benjamín Labatut. Una de estas cuestiones es esta que dice: “¿cuándo dejamos de entender el mundo?”. Esta cuestión se vuelve más necesaria a la par que otras expresiones que el mismo autor nos entrega: “Lo real está fuera de nuestro alcance. Nuestras vidas se han vuelto tan extrañas e inciertas como el reino cuántico. Lo falso y lo simulado parecen estar asfixiando la verdad”.

La verdad es una forma de ser expuesta con palabras y con otros lenguajes no menos abstractos, como el de las matemáticas, el de la química y el de la física. Pero, con mucha frecuencia, será una verdad en la que difícilmente estará atrapada íntegramente la existencia de eso que es real.

En la reflexión que se hace la narradora subyace esa dificultad que se da en la diferenciación, o mejor, esa incompletitud que se da entre realidad y palabra, así como el desequilibrio o la asimetría que se experimenta entre lo real y lo que uno vive como realidad, de tal manera, que, por esto mismo, las sensaciones que padece y que nombra la narradora, la llevan a experimentar la incomprensión de ese mundo en que ella padece el frío; un frío que es y no es, al mismo tiempo, de palabras; un frío sensacionalmente subjetivo; distinto del “frío real” y del “mundo real” donde ella escribe con las palabras que le dan la comprensión de sentirse a sí misma.

Verdad de Perogrullo: según sean los lenguajes, habrá diversas verdades. En la narración que se ofrece en El monte de las furias, las verdades se exhiben mediante la retórica de un estilo. “Un misterio es como una huella de un borrón sobre la hoja. Sabés que ahí hubo una palabra, pero no sabés cuál ni nunca vas a saberlo. Lo que queda es la huella”. La verdad sobre la existencia del “misterio”, en este caso, dista de ser la verdad que sobre el misterio nos expresan algunos diccionarios y otros lenguajes herméticos. Son verdades que se comprenden en las tensiones que los enunciados mantienen y que uno asume como ciertos o verdaderos.

Por tanto, a la pregunta que nos hacíamos en el inicio de este texto, las respuestas que encontramos en los cuatro cuadernos que hay en la novela, vienen a ser una especie de justificadas verdades literarias, entretejidas con las historias de familia que la narradora pone en sus cuadernos; entre la cuales, la niña-adolescente-mujer- es el objeto a descubrir o a desvelar por quienes, a la par que atienden los cuatro cuadernos, observan lo que la mujer hace y deja de hacer con su vida en la montaña.

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