En memoria de un ser poblado de palabras

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“Hoy me despido de mi padre”, dijo Orso Arreola al final del discurso que ofreció en una ceremonia celebrada el lunes 21 de septiembre con que, en el día del nonagésimo séptimo aniversario de su nacimiento, los restos del escritor Juan José Arreola Zúñiga fueron trasladados a la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres.

“Hoy pasa él a la posteridad”, concluyó desde el templete, frente a centenares de asistentes y bajo la mirada acerada pero atenta de otro esclarecido de Jalisco, Valentín Gómez Farías, que desde su pedestal parecía espiar el acto, asomando la cabeza broncea arriba de una lona donde el rostro de Arreola estaba inmortalizado en un marco dorado.

Faltaba poco para que también la estatua del literato nacido en Zapotlán el Grande el 21 de septiembre de 1918, fuera develada para sumarse a las de otros 22 preclaros del estado en ese lugar céntrico y simbólico de Guadalajara, en el cruce entre las avenidas Alcalde e Hidalgo, vigilado constantemente por los dos puntiagudos centinelas de la Catedral. Repicando desde lo alto, las campanas acompañaron a la banda del Estado de Jalisco y a la escolta militar, conformando la columna sonora del evento en que se sucedieron, intercalados por las campanadas y los discursos, el Himno Nacional, La barca de Guaymas y El son de la negra.

Los restos de Arreola, en una pequeña urna adornada por banderas y flores, habían llegado del Paraninfo Enrique Díaz de León, seguidos por un cortejo de miles de personas ya bordo de un Pontiac GTO convertible, color oliva, porque, explicó Orso en entrevista, un amigo que trabaja en el Gobierno “me dijo que Arreola era tan moderno que no podíamos traerlo en una carroza fúnebre, y le di la razón. La idea era que fuera un convertible, pero habría podido ser también una Vespa Ciao”.

Antes recorrieron un largo camino, desde Zapotlán, su tierra natal, donde habían reposado de 2001 —año de su muerte— hasta ahora, al abrigo de otros dos guardianes que seguido aparecen en la obra del escritor: el Nevado y el Volcán de Colima. Sus cenizas, entonces, se desprendieron para siempre de las del Coloso de Fuego que con la suyas, como el mismo Arreola escribió en De memoria y olvido, en 1912 cubrió al pueblo: “… los viejos recuerdan con pavor esta leve experiencia pompeyana. Se hizo la noche en pleno día y todos creyeron en el Juicio Final…”.

Esta cita es parte de lo que mencionó en su discurso Itzcóatl Tonatiuh Bravo Padilla, Rector General de la Universidad de Guadalajara, durante el acto, y que empezó con una frase que luego recordaría también Orso: “Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande, un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años, pero nosotros seguimos siendo tan pueblo que todavía le decimos Zapotlán”.

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“A veces le decimos Zapotlán de Orozco —acota el escritor en el mismo texto— porque allí nació José Clemente, el de los pinceles violentos”. Y fue justamente al amparo de los violentos murales del pintor ilustre, en el Paraninfo Enrique Díaz de León, que empezó, a las 10 de la mañana, el homenaje a Juan José Arreola.

Allí, en el recinto atiborrado de gente, se sucedieron cinco guardias de honor a sus restos, en que participaron miembros del Consejo de Rectores de la UdeG, encabezados por Bravo Padilla, funcionarios de los poderes Judicial y Legislativo, del Gobierno de Jalisco con al frente el gobernador Aristóteles Sandoval y la secretaria de Cultura Myriam Vaches, los familiares de Arreola y una final en la que participó el escritor Fernando del Paso.

En la ceremonia, Juan Manuel Durán, director de la Biblioteca Pública del Estado, de la que Arreola fue director a partir de 1991 y que ahora lleva su nombre, definió al escritor como a un jalisciense excepcional quien propició que la experiencia pueblerina se convirtiera en universal.

Porque, como señaló Silvia Eugenia Casillero, una característica de la obra de Arreola es el “numen”, el ir más allá de la realidad, adentrarse en el infinito, trascender y trasgredir el límite “para alcanzar el prodigio”.

La directora de la revista literaria de la UdeG Luvina, quien sucedió en el micrófono a Durán Juárez, dijo que el primer personaje que crea Arreola “es él mismo”, y así “se hace uno con su obra”.

“Sus cuentos son metáforas que dejan translucir la vida humana”, agregó, sobre todo el sufrimiento humano, y en “el fluir de su lenguaje todas las transformaciones y milagros son posibles”. También que él, entonces, como personaje de su obra, se convirtiera en jalisciense ilustre, cosa que, como dijo su hijo Orso, “nunca se hubiera imaginado”.

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Después de la ceremonia en el Paraninfo, los restos volvieron al Pontiac convertible en que habían llegado y recorrieron las calles de la ciudad como él, quizás, lo hubiera hecho en su moto. Al frente la guardia de bomberos y atrás un corteo de aproximadamente 2 mil personas, bajó por avenida Juárez y luego dio vuelta en la calle Corona para alcanzar la Rotonda a las 11:20 horas.

Allí ya esperaban otras decenas de personas y la estatua, cubierta con una manta negra, también aguardaba a ser develada.

Su instalación, así como el traslado de los restos del escritor a la Rotonda y la declaración de Benemérito Ilustre del Estado de Jalisco, fueron establecidos el día 5 de marzo de 2015, en sesión de la Sexagésima Legislatura del Congreso del Estado de Jalisco, que promulgó el decreto 25317/LX/15l.

“Esto después de tres años de gestiones”, explicó Orso Arreola, y “es motivo de una gran alegría, es un hecho cultural para Jalisco, muy importante porque se reconoce a un escritor que realizó su obra durante todo el siglo XX, tanto sus libros como su labor magisterial”, y “que felizmente culmina hoy en esta mañana de septiembre, 97 aniversario de su natalicio”.

“Yo decía que hoy me despido de él, que él pasa a la posteridad”, añadió, “porque así es, ya a partir de este momento él está aquí en la Rotonda y es de todos”.

En el acto se definió al escritor zapotlense “un esgrimista de la palabra y un mago de la memoria”, como dijo Itzcoátl Tonatiuh Bravo Padilla, gran charlador y se recordó su “prodigiosa memoria”, como escribiría Fernando del Paso acerca de él y haciendo un guiño a otro célebre escritor latinoamericano —exquisito conversador y memorioso también, amigo de Arreola y su adversario en el ajedrez—: Jorge Luis Borges.

“Nada mejor para cifrar a Juan José Arreola que la libertad, escribió de él Borges”, dijo Orso en su discurso, y luego en entrevista, como el mismo Borges sostuvo ser, dijo de su padre que “fue un gran lector: él decía que más que escritor era un gran lector”.

Además, “era un gran actor, hacía el personaje de sí mismo, y como maestro daba gusto oírlo, en cómo actuaba sus clases, por así decirlo”.

A propósito de esta labor académica, Bravo Padilla destacó los talleres sobre literatura y expresión oral que Arreola impartió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UdeG “donde enseñó a los estudiantes el aprecio por la lectura en voz alta, así como a desarrollar un estilo propio y a recrear la palabra en múltiples formas”.

Pero la relación con la Universidad de Guadalajara no se reduce a esto. En 1987, como reconocimiento por sus aportaciones al mundo literario, le dedicó la primera Feria Internacional del Libro y dentro de la misma feria, en 1992, le otorgó el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, “distinción que acogió con gran cariño debido al recuerdo del escritor de El llano en llamas, con quien compartió una gran amistad”.

En el discurso de aceptación de aquel galardón, en que subrayó constantemente su relación con el escritor de Sayula, Arreola remembró una anécdota que une los dos jaliscienses a Borges, y al mismo tiempo a su obra y a la pasión por la lectura: “Me dice una vez al subir a una plática que tuvimos, una vez en Buenos Aires —estaba Juan allí— (…), sonríe y dice: ‘La gente cree que hemos leído mucho’, y de pronto, redondeó él el asunto con esa expresión magnífica, dice: ‘Lo que sucede es que yo he leído mucho lo poco que he leído”. Y la otra frase magnífica (…): ‘Más vale ser muy leído por pocos que poco leído por muchos’”.

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“… Siento que nací al pie de un volcán”, escribió Arreola en el citado texto de De memoria y olvido, hablando de Orozco. “A propósito de volcanes, la orografía de mi pueblo incluye otras dos cumbres, además del pintor: el Nevado que se llama de Colima aunque todo él está en Jalisco. Apagado, la nieve en el invierno lo decora. Pero el otro está vivo”.

Como viva es la obra y la memoria de uno de los escritores más vernáculos y al mismo tiempo universal que haya tenido México. Ahora, además de sus escritos, quedará la estatua que lo inmortaliza en la Rotonda, que se develó al final del acto.

Montado en un pedestal de cantera donde destaca la inscripción en letras doradas
“LITERATO”, un Arreola de mediana edad, flaco y con el cabello al desgaire, levanta una mano en gesto expresivo, tensa, reflejo de la carga expresiva que manifestó en vida, explicó Rubén Orozco, escultor que realizó la obra en un mes y 15 días, inspirándose en fotos proporcionadas por la familia.

A un lado de la figura en bronce —que mide 2 metros de altura y pesa 220 kilos—, se alza una mesita francés con objetos que caracterizan al personaje: un ejemplar de Confabulario —el libro que lo consagró como escritor—, una pluma y unas piezas de ajedrez. “Nada más falta la copita de vino, pero luego la ponemos”, dijo bromeando un Orso Arreola emocionado, frente a la estatua.

Ésta se yergue a un costado de la Catedral, representando al escritor con la mirada fija hacia arriba, hacia las dos torres símbolo de Guadalajara. Quizás así, la presencia cercana e imponente de estos dos picos le ofrezcan el recuerdo y el consuelo eterno de las dos amadas montañas de su tierra natal.

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