En la mera boca del Infierno

Yo calculo que se me han olvidado muchas cosas; pero la tarde en que murió mi tía Cecilia no se me ha olvidado.
Juan Rulfo

Setenta años de Pedro Páramo. Setenta años de que el personaje llegase a Comala en busca de su padre. Setenta años de ese inolvidable apretón de manos que se ofrece al inicio de la novela, con el que Dolores está despidiéndose de su hijo, Juan Preciado, en su lecho de muerte, y donde le dice que busque a su padre: “No dejes de ir a visitarlo -me recomendó-. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte”. Setenta años de escuchar voces en ese pueblo llamado Comala; setenta años de saber que, quienes allí se mueren, cuando llegan al Infierno, deben regresar por su cobija; porque Comala “está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del Infierno”.

Lo que en este texto aparecerá, no será la última palabra ni la más autorizada para valorar y apreciar la dimensión de todo lo que se expresa en esta novela, tan llena de secretos: “Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser; porque el suyo estaba lleno de agujeros como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande”.

Sin duda, Pedro Páramo es una novela prodigiosa en la manera de nombrar a sus personajes y a los lugares que hay en ella: Eduviges Dyada, Susana San Juan, Fulgor Sedano, Damiana Cisneros, Terencio Lubianes… la Media Luna y las minas de La Andrómeda.

“¿Dígame si Filomeno no vive, si Dorotea, si Melquiades, si Prudencio el viejo, si Sóstenes y todos esos no viven?”

¿Cómo saber con toda seguridad cuál es la hora en que los niños en las calles de todos los pueblos llenan con sus gritos la tarde? Misterio.

Misterioso resulta saber también esto: “vi una señora envuelta en su rebozo que desapareció como si no existiera”, y no menos enigmático acaba siendo el escuchar el recuerdo de una voz, con la claridad de un futuro para ser comprendida hasta la última sílaba: ‘Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cerca la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz’.

Sobre Pedro Páramo habrá mucho que decir y que recordar, que pensar y que mantener en la profundidad de lo inexplicable; por ejemplo, la sensacional imagen que precede al momento en que Juan Preciado se va y se ve muriendo: “Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo remolino sobre mi cabeza y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi.”

Algunos han visto en Pedro Páramo la presencia de un poder descomunal, otros han visto la fuerza de un lenguaje único, por inimitable; otros han dicho que se trata de una novela de aterrador misterio; otros, de ficción histórica, por aquello que se alude a dos momentos históricos, el de la Revolución mexicana y el de la Guerra cristera.

Como suele suceder con las obras llamadas clásicas, Pedro Páramo permite encontrar diversas líneas de investigación, con las cuales obtener distintas concepciones acerca del complejo mundo en que se realiza la creación literaria. En dicha novela está, efectivamente, actuando un poder caciquil, luego, estaríamos ante la posible indagación de un poder político que se constituye dentro de un marco histórico y en un espacio propicio en el que habitan pobladores de raigambre diversa. 

Asimismo, estaríamos ante la posibilidad de explorar los rumbos de la retórica literaria, en la que el lenguaje se entreteje para generar un tapiz de claroscuros, en el que la ética y la estética se imbrican. O también, Pedro Páramo ofrece la posibilidad de abordarla mediante una línea de investigación para comprender las formas en que la muerte adquiere sentido de existencia.

Por el rumbo de la muerte, es difícil que no se incorporen mitologías y leyendas que ayuden a explicar lo que acontece en Comala. Es en este pueblo silencioso y abandonado donde las almas de los muertos hablan, recuerdan, negocian y expresan sus pasiones más hondas. Es Comala el Infierno y el Purgatorio; pero no el Cielo. Es Comala el pueblo donde habitan seres prepotentes y apasionados. Es Comala donde el cacique compra, engaña o arrebata la mujer que desea “conocer”. Es Comala un lugar de leyendas.

“Así que te quiere a ti, Susana”. Escuchamos al padre de Susana, Bartolomé San Juan. “Dice que jugabas con él [con Pedro Páramo] cuando eran niños. Que ya te conoce. Que llegaron a bañarse juntos en el río cuando eran niños. Yo no lo supe; de haberlo sabido te habría matado a cintarazos”.

Y más adelante: “¿No sabes que es casado y que ha tenido infinidad de mujeres?”.

-Sí, Bartolomé.

-No me digas Bartolomé. ¡Soy tu padre!”

El dialogo entre padre e hija, culmina de una manera apoteósica:

“-Este mundo, que lo aprieta a uno por todos lados, que va vaciando puños de nuestro polvo aquí y allá, deshaciéndonos como si rociara la tierra con nuestra sangre. ¿Qué hemos hecho? ¿Por qué se nos ha podrido el alma? Tu madre decía que cuando menos nos queda la caridad de Dios. Y tú la niegas, Susana. ¿Por qué me niegas a mí como tu padre? ¿Estás loca?

-¿No lo sabías?

-¿Estás loca?

-Claro que sí, Bartolomé. ¿No lo sabías?”.

Y entonces, el amor en la novela Pedro Páramo es esa locura que enciende recuerdos; es esa pasión que desborda al cuerpo y la sombra en que la pasión extiende su existencia.

Leemos de este amor y de esta pasión, primero, acerca del poderoso Pedro Páramo, su pasión por Susana, la hija de un minero, y luego, en torno a Susana San Juan, su pasión por otro hombre, distinto y distante de Pedro Páramo:

«Él creía conocerla. Y aun cuando no hubiera sido así, ¿acaso no era suficiente saber que era la criatura más querida por él sobre la tierra? Y que además, y esto era lo más importante, le serviría para irse de la vida alumbrándose con aquella imagen que borraría todos los demás recuerdos.

[…]

“Y se fue.

“Volví yo. Volvería siempre. El mar moja mis tobillos y se va; moja mis rodillas, mis muslos; rodea mi cintura con su brazo suave, da vuelta sobre mis senos; se abraza de mi cuello; aprieta mis hombros. Entonces me hundo en él, entera. Me entrego a él en su fuerte batir, en su suave poseer, sin dejar pedazo”.

ESPECIAL

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