Roland Barthes

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En el principio fue la voz de Dios. Luego llegaron los hombres reclamando su lugar en la creación y firmaron sus obras adjudicándose como individuos la gestación de las ideas. Después, vino la muerte del autor, y fue el amanecer de la Nueva Crítica. Con ésta surgió una nueva ola de crítica literaria de alcances sociológicos e incluso políticos en la que su autor, Roland Barthes, apenas podía imaginar lo que estaba gestándose bajo la incipiente formación de la semiología —en aquellos tempranos escritos que conformaron el Grado cero de la escritura (1953)— una teoría que estaba alcanzando algo más que a la lingüística, desbordándola justo al tiempo que trataba de contenerla y dirigiéndola a una paradójica encrucijada: la obra literaria en sí misma, en su universo ficcional, debía convertirse en objeto de interpretación; nunca en función de la biografía de su autor. Sin embargo, proponía una exégesis en estrecha relación con la historia cultural que la envolvía. La premisa era, de fondo, un estatuto contestatario, y sólo más tarde quedaría de manifiesto en la célebre discusión estampada en la tinta de Crítica y verdad (1966), ensayo con el que respondía a las acusaciones de Nueva Crítica o Nueva Impostura de Raymond Picard.

La reyerta conceptual no era poca cosa, pues a través de ella se traslucían dualidades irreconciliables que derivarían en una nueva concepción sobre el lector y la obra; como la interpretación versus el juicio, el texto versus el autor, la historia cultural versus el universo personal del escritor. Constituía también una disputa institucional entre La Sorbona, donde Picard era profesor y la Escuela Práctica de Altos Estudios, donde Barthes impartía un seminario. Picard consideraba que la figura del crítico, basado en la coherencia, la objetividad y la lógica era capaz de reconocer y juzgar la conciencia del tiempo y la cultura de un autor, y así generar una lectura de éste; Barthes en cambio, consideraba que esa misma coherencia, objetividad y lógica eran en realidad acuerdos ideológicos aceptados por los literatos que ostentaban el poder simbólico de una época y que representaban una especie de hegemonía de sentidos convencionalizados. De este modo, propiciaban una lectura cerrada de los textos.

Esta noción lo llevó a asumir que el lenguaje cuando habla sobre el lenguaje mismo, en realidad aborda directamente la fuente del poder, ese poder en manos del “Estado literario” donde englobó a los críticos que, como Picard, consideran prioritario ejercer un juicio sobre una obra. Por ello, la obra debía dejar de leerse en un solo sentido como si esta univocidad fuese natural, y dar paso a una interpretación múltiple que asumiera la proliferación incontrolable de sentidos. Así que: ¿quién era realmente el autor, sino una instancia por la que fluía la cultura y la historia anónimas dando lugar al texto como espacio donde la escritura se vuelve autónoma?

Su teoría derivó en una crítica político-sociológica de la que la literatura no podía deslindarse: el autor es en realidad un personaje moderno que emula en la literatura el espíritu positivista del capitalismo, tan preocupado de su prestigio que se apropia de aquello que pertenece a otras voces, que proviene de otros textos, que transcurre en la memoria colectiva, erigiéndose como propietario de sus símbolos, sin serlo: así pues, el autor debe morir.

Y como representante de la concepción culturalista de las ideas, de la deslegitimación de la propiedad creativa, Barthes no fue el único aquejado por esta inquietud hacia la escritura y la crítica; así también lo expresaron Stéphane Mallarmé y Michel Foucault; no obstante, la desacralización de la voz individual y la construcción anónima del discurso como un diálogo construido y reconstruido colectivamente, había sido anteriormente establecido en Estética de la creación verbal por Mijail Bajtin, que ejerce una influencia evidente en S/Z (1970) uno de los textos que, tras el estructuralismo que caracterizó al semiólogo francés, muestra una evolución tendiente al dialogismo discursivo que reconviene al texto literario con esferas no ficcionales.

La literatura contemporánea debe al autor de El Imperio de los signos (1970), a cien años de su nacimiento, no sólo la ponderación de la literatura por encima de los literatos, sino algunas de las primeras consideraciones sobre el papel performativo del lector en la reescritura de sentidos, incluso aquellos que escapan a la coherencia o que incurren en la aberración: una caótica proliferación de subversiones.

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