Pídala llorando

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Quien no ha derramado alguna lágrima en el cine, no ha vivido. Pasan los años y nos seguimos preguntando por qué Torito no se salvó del incendio; por qué Richard Collier sacó de su bolsillo la moneda que lo regresó a 1976, en Pídele al tiempo que vuelva; por qué Rick Blaine no tomó el avión con Ilsa y la dejó partir de Casablanca. Aunque en alguna escena finjamos sacar un pañuelo para limpiarnos la nariz y disimulados lo pasamos por la mejilla, no tan fácil olvidamos.
El Festival Internacional de Cine en Guadalajara, viejo amigo de la saudade cinematográfica, dedicará su edición 27 al melodrama, el género a lo largo del tiempo y a lo ancho del mundo. Para esta ocasión el cineasta Jorge Fons se encargó de seleccionar 26 filmes, clásicos tanto del siglo XX como principios del XXI, que escudriñan sin compasión en la mina del sentimiento.
Innegable que la magia en el cine es alquimia: fórmula de aventura, romance, drama, risas. Todo en una serie de fotografías en movimiento, como los propios recuerdos. Fotogramas por los que pasan la vida y la muerte, una vez tras otra, sin desgastarse. Como escribe Morrison, suficiente vida y muerte para hacer una película. La última de las siete artes reproduce la sociedad con su permiso y con las consecuencias de viejos anhelos apilados.
En la pantalla grande tiene lugar la épica de los tiempos modernos. Es ahí donde se narran las hazañas, fracasos, coincidencias y los caprichos que han definido el curso de la civilización en todos los sentidos y hasta donde la imaginación alcance. Los adelantos tecnológicos han transformado al cine en lo más interno de sus procesos. Es el ratón perfecto del laboratorio de la invención. A cambio, el cine le ha regalado al hombre la perpetuidad de sus historias.
Si hacemos un rápido sondeo entre nuestros conocidos sobre sus preferencias cinematográficas, la mayoría responderá enumerando la lista de sus películas favoritas con la etiqueta de “la que me hizo llorar”. Melodramáticos o no, por un momento son el otro en la pantalla que los hace soñar, emocionarse hasta el júbilo, o sufrir. Entonces pienso que el cine puede funcionar, por qué no, como un voto de confianza en la raza humana.
Y no es que el cine haya inventado el melodrama (del griego “drama y música” o “drama cantado”), sino que lo ha explotado. En el melodrama, dice la Real Academia Española, se exageran los aspectos sentimentales y patéticos, en él abundan las emociones lacrimógenas. Así, con el mundo dividido entre buenos y malos, como dice Susana Anaine, el objetivo es conmover al espectador.
En esta selección emotiva desfilarán referentes en el género desde La mujer del puerto (1929), de Arcady Boytler; Ikiru, Vivir, de Akira Kurosawa; Persona, de Ingmar Bergman; Ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica; Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore; hasta Rompiendo las olas, de Lars von Trier, Todo sobre mi madre, de Almodóvar, El callejón de los milagros, del propio Jorge Fons, y Un hombre que llora, de Mahamat—Saleh Haroun, este filme el más reciente, de 2010.
Ver de nuevo, o por primera vez, a Andrea Palma perderse entre las olas que revientan contra un muelle veracruzano, a Toto volviendo al Cinema Paradiso de su memoria, a Kenji Watanabe que se destraba de la monótona burocracia para vivir intenso y sincero el último año de su vida, son el mejor pretexto para instalarse con cierta melancolía frente a la pantalla del FICG en este programa que, bajo el criterio de Fons, se ha propuesto recordar el mérito de uno de los géneros con más tradición en el cine, al que no pocas ocasiones han visto con desdén los puristas.
Qué tiene el melodrama que no tenga otra variante cinematográfica, preguntamos luego de sucumbir ante la historia conmovedora. Sin llegar a una conclusión categórica, comprobamos que poder transportarse a distintos “uno mismo” en tiempos multiplicados, donde podemos ser superhéroes del corazón, es una tentación que no cualquiera logra resistir. Quizá sea porque, parafraseando a Fernando Pessoa, en todo somos los que no sienten, para poder sentir.

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