Morirse con la suya

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La literatura es a veces un ring. Box o lucha libre, da igual. Golpes y llaves aplican rufianes, románticos, héroes, malosos, vagabundos, antihéroes, noctámbulos, desquiciados… Y detectives como Filiberto García (protagonista de El complot mongol de Rafael Bernal, 1969). Como quiera que Filiberto sea una especie de asesino a sueldo, yo estoy de parte de él. Por principio, porque me cae bien. Que sea uno afín con el protagonista de una novela es ya un mérito de no cortas dimensiones: piénsese, por ejemplo, en Pedro Páramo que, por más que se intenta, no llega a caer bien. O no del todo bien. Pero, además estoy de parte de Filiberto porque, como escribe Juan José Arreola en Prosodia, “donde quiera que haya un duelo estaré de parte del que cae. Ya se trate de héroes o rufianes”. Y Filiberto es un héroe que cae, un rufián, un detective policiaco, un antihéroe, y un anti-amoroso, un tipo versión Cobra con gafas negras, zapatos de resorte, gabardina y palillo entre los dientes, porque no fuma como los personajes de Jim Jarmusch.

Mientras los contendientes se estudian y se miden dando vueltas sobre el ring, no hay por qué tomar partido por ninguno. Del que cae, de ese es del que hay que fiarse. Y la trama de El complot mongol presenta a Filiberto con los atributos de un personaje central de tragedia griega y de ahí el apego: es un detective destinado a acceder al Olimpo, o cuando menos al accidentado panteón mexicano, ese que llena con los muertitos que le encargan hacer. “Nosotros estamos edificando a México. Usted para esto no sirve. Usted sólo sirve para hacer muertos, muertos pinches”. Esto le dicen a Filiberto quienes desde “los bares y coctel lounges” y no desde las cantinas —como hacen los viejos— dirigen un país que desde mucho tiempo atrás huele ya a podredumbre. Aquella frase de Porfirio Díaz, “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos” bien la pudo aplicar Filiberto con una variante, “Tan lejos de la Revolución y tan cercanos a la tecnocracia”. Pinche país.

Filiberto no tiene ideología: nada de rusos y gringos, ni de China comunista y Cuba, ni de la Mongolia exterior; sólo la suya, porque lo único que sabe hacer es agujerear cristianos, no para llorarles, pero sí para quitarlos de en medio. La de Filiberto es una manera de actuar según el instinto: la sobrevivencia, ya se sabe, a cualquier precio, es el primer instinto, al que se es fiel con estilo o sin él. “Lo que no podía remediar era la cicatriz en la mejilla, pero el gringo que se la había hecho no podía remediar ya su muerte. Vaya lo uno por lo otro. ¡Pinche gringo!” En lo cotidiano priva lo del ojo por ojo, o lo que es lo mismo, lo de ponerse al tú por tú y ver de qué cueros salen más correas: “¿Conque era muy bueno con el cuchillo? Pero no tanto para los plomazos”, recuerda.

“Poe inventa un sujeto extraordinario, el detective (monsieur Dupin), destinado a establecer la relación entre la ley y la verdad”, teoriza sobre el ser y quehacer del detective Ricardo Piglia en Formas breves. A Filiberto no puede más que apreciársele de principio a fin del relato: camina por la línea de la obediencia en aras de hallar el hilo negro —aunque de vez en cuando desoiga la voz mandona y siga la suya. “Sé que cuando tengo más ideas que los otros, doy a los otros estas ideas, y si las aceptan, esto es mandar”, dice Cosimo de Rondó en El barón rampante de Italo Calvino. Y tal es la doctrina detectivesca de Filiberto. Si monsieur Dupin se abismaba en una disipada vida nocturna, Sherlock Holmes vivía sumido con ojo de halcón en las deducciones y la cocaína, Filiberto, quizá el primer detective de la literatura mexicana, tenía, cómo había ser de otra forma, un punto flaco: las mujeres. Aunque por maje no pudo levantarle la falda a la china Martita, supo morirse con la suya, lo que lo acerca a lo que Piglia abunda en su ensayo: el detective “va a decir la verdad, va a descubrir la verdad que es visible pero que nadie ha visto”. Y de ese mismo modo pasó.

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