Lhasa de Sela o la dulce melancolía

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Nómada, viajera eterna de voz delicada y profunda. Así fue Lhasa de Sela, una mujer que entendió la música desde el misterio, la soledad, los golpes y deslumbramientos de la experiencia personal, pero sobre todo, desde la elegancia de su voz. Lhasa falleció este primero de enero a causa del cáncer de mama que padecía desde hacía ya muchos meses. Con 37 años de viaje y la intensidad de sus canciones, Lhasa se fue.
Alejada del ruido de la vida citadina, Lhasa fue criada por su padre de origen mexicano y su madre estadunidense, al lado de sus tres hermanas. Su infancia transcurrió en un autobús, siempre de paso, siempre esperando lo nuevo y a la vez vulnerable ante lo inesperado. Violeta Parra, Víctor Jara, Chabela Vargas y Cuco Sánchez fueron algunos de los cantantes que escuchaba de niña. También oía fados, música árabe, francesa y hasta japonesa.
Crecer en movimiento produce inseguridad, pero gracias a sus padres, Lhasa construyó su arte e historia con un sentimiento de apego a lo humano, con una identidad que no tiene nación, sino lenguajes.

La música, su lugar
Lhasa nació en la localidad de Big Indian, en el estado de Nueva York, sin embargo, en varias ocasiones declaró que nunca había sentido la necesidad de pertenecer a un lugar. Durante su infancia y junto a su familia recorrió las carreteras estadunidenses y mexicanas. El espíritu bohemio de sus padres, así como los sitios que visitaba y su gente, abrieron su sensibilidad y oídos a los sonidos del mundo. Un bar griego en San Francisco fue su primer escenario profesional. Lhasa era apenas una adolescente y encantaba con su voz. Ahí encontró su lugar: la música.
La compleja transparencia del piano, la personalidad múltiple de los violines y la susceptibilidad del arpa solían acompañar la voz de Lhasa. Alejada de ornamentos y trucos, su música y canciones tocaban con la claridad de la belleza. La voz de Lhasa flotaba con dulce melancolía sobre el lamento apasionado de la canción francesa, de la queja extendida de la música ranchera y las guitarras del folk americano. Cada canción, decía ella, antes de nacer le pedía un idioma. Por ello Lhasa componía y cantaba en francés, inglés y español. En su voz, cada palabra, por sencilla que fuese, entraba al alma, adormecía la pena.

Llorona & Living road
De figura menuda y delicada, Lhasa miró al mundo con ojos pequeños mientras abría su garganta para compartir su voz. En 1997 Lhasa presenta Llorona, su primer álbum. Ese mismo año recibe el premio Félix Artiste Québecois y un año después el Juno Best Global Artist. La cantante consigue la atención de un público cansado de la producción en serie. Combina baladas y canciones rancheras con sonidos de agradable ligereza que contrastan con la intensidad del sentimiento impreso en cada palabra.
En poco tiempo vende más de medio millón de copias. Su popularidad crece principalmente en Canadá, Francia y Estados Unidos. El éxito la aturde y decide retraerse del universo del marketing en la vida que conocía y le daba seguridad.
Lhasa entendía la música como un ritual sagrado al que habría que volver a través del viaje interior. Por ello recupera el carácter itinerante de su vida. Durante años viaja con el circo en el que trabajaban sus hermanas. Juntas atraviesan Estados Unidos y Canadá. Poco después viaja a Francia. Se instala en Marsella, en donde termina el proceso creativo de su segundo disco.
The living road aparece en 2003. En él los idiomas y ritmos se superponen envueltos en la delicada sustancia vocal de la cantante. En 2009 presenta Lhasa, su tercer y último álbum.
Una vez iniciada su gira y luego de algunas presentaciones en Francia y Bélgica, Lhasa suspende actividades por motivos de salud. Luego el silencio.

El fin del mundo o el año nuevo
Errante y cercana, de expresión afable y tierna presencia, Lhasa proyectaba su voz con la propiedad y seducción que tiene quien se ha expuesto al sentimiento, a la violencia de la emoción musical. Su voz consigue la empatía de quienes sufren, de aquellos que se reconocen en el dolor.
Cuando se escucha a Lhasa hay un extraño hallazgo. Mientras algunas de sus letras parecen tener la blandura de lo ingenuo, otras son puntas que cortan de tajo; todas, puestas en su voz, se recargan de significados y disparan las sensaciones, nos llevan de viaje: “Llegarás mañana/ para el fin del mundo o el año nuevo/ mañana te mato/ mañana te libro/ estoy adelante/ ya no tengo miedo”…
Uno de sus videos, Con toda palabra, parece concentrar todo el color de la personalidad de Lhasa. Hay un tren de juguete y un corazón de plata sobre su pecho blanco. Lhasa camina descalza en el bosque. Su ligereza le permite avanzar sobre un lago. En algún momento su cuerpo rompe la superficie del agua y entra a otro universo. La vida se guarda detrás de una cara susceptible al tacto de aquellos que quieren descubrir. En ese mundo está el otro, también el circo que tanto le gustaba, del que aprendió. Una nube roja parece inyectarse en el agua, lo pinta todo, explota. Después, el rostro apacible de Lhasa. El tren y sus vagones repiten el círculo, el milagro del viaje tras la ventana. Hasta siempre.

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