La violencia travestida

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Manuel González Astica es, en realidad, una máscara. No personifica a alguien ajeno: es un disfraz que se enjareta, porque quiere alejarse de quienes lo rodean, de su hija misma. Es una máscara, porque eso lo niega –se niega a sí mismo–, y es que Manuel González no es quien dice ser: es la loca Manuela (El lugar sin límites, 1972). Y no es que apenas despunte el día tome una máscara que como un tesoro guarde en el ropero y se la ponga; no, no se trata de una impostación en ese sentido: la Manuela es, en el fondo, un hombre, flaco y cobarde, que reniega de su condición y se hace pasar como una loca, una vieja loca que baila en el burdel que regentea su hija, la Japonesita, en la Estación El Olivo (en el sur chileno). Un lugar, vaya paradoja, cuyo rasgo más sobresaliente es el anonimato, ese extravío sordo que lleva como cruz en la frente.
Desde la antigí¼edad grecolatina, pasando por el Siglo de Oro español y la Commedia dell’arte italiana, reseña Helena Beristáin, la máscara ha sido una recurrencia de personajes teatrales y de participantes en festividades como el carnaval. Se trata de una careta que sirve para representar o para encubrir una identidad, propiciando así un cambio de sentido en la imagen del personaje: apariencia y simulación. Y esto quiere generar contraste entre la apariencia y las acciones, ocultamiento del rostro verdadero y resaltar el movimiento en contraposición con la quietud, o incluso una liberación de cualquier tipo. La máscara, en suma, encubre, distorsiona, aleja, disfraza lo que mantiene oculto. Y la Manuela es eso, una máscara: un tipo que no simula que vive, sino que vive para simular.
En el cuento “Sueños de mala muerte” (Cuatro para delfina, 1982), los personajes de Donoso, preocupados unos por amasar dinero y otros por reservar un espacio en un cementerio para su muerte, viven al pendiente no de su vida, sino de lo que pudo haber sido y de lo que posiblemente será; la Manuela acusa ese mismo síndrome: anda queriendo tener una vida que no es la que sobrelleva cada día, sino la que tiene en la cabeza: en el negarse a sí misma (máscara de por medio) abraza la experimentación, va hasta los confines de su condición y de allá vuelve ensimismada, pero con renovadas aspiraciones de ser una loca, y una loca perdida. En ese apego a la existencia trágica, a la rebeldía ante un mundo esquemático y que se divierte en señalar, la Manuela encuentra que los centavos, ante la mirada de los demás, importan más que los pesos.
La Manuela usa una máscara, pero no pretende que llevarla implique una doble apariencia: él, Manuel González Astica, quiere ser ella, la Manuela, la puta vieja, triste, que pide que en la vitrola pongan “El relicario” para bailar, metida en un vestido rojo con lunares blancos, de lentejuelas y desvencijado, y que los hombres, los borrachos, los siempre brutos, los machos, la admiren y la quieran un poco, le inviten unos tragos y al final, satisfechos y alegres, se vayan a seguir la fiesta con ella a otro lado, pero no la dejen. Al fin, la acorralan, la signan para siempre esos hombres con su bravura, con su hombría bruta por encima de todo y la desairan, la golpean y la humillan, la rechazan y le refunden en los ojos el miedo a través de una “violencia cotidiana, silenciosa, lujuriosa, casi bella en su monstruosidad”, violencia que se inclina por romper el aislamiento, la dispersión.
En el mundo donosiano, según Marcelo Chiriboga, el rostro es la máscara: en Este domingo (1965) y Coronación (1995), los personajes burgueses y pobres aparentan y simulan: el mismo equilibrio perverso entre aristocracia y marginalidad se da con los mineros, los cirqueros y los desaparecidos en El Mocho (póstuma, 1997). Mas los personajes de El lugar sin límites –y para muestra está la Manuela–, “no son más que títeres sangrientos que se mueven en los límites de sus disfraces hasta ahogarse en ellos –escribe Rafael Gumucio–. La violencia social e histórica ha castrado a sus víctimas, convirtiéndolas en monstruos que tienen la extraña costumbre de vestirse y hablar como el resto del mundo.” Apariencia y simulación: máscara, al fin y al cabo.

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