La vida de las mujeres por ejemplo

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Mandatory Credit: Photo by Andrew Testa / Rex USA (255234b) Alice Munroe. ALICE MUNRO, NEW YORK, AMERICA - 01 FEB 2005

Con los cuentos de Alice Munro (Ontario, 1931) sucede algo parecido que con los cuentos de Juan Rulfo: vuelven, una y otra vez, a tocarse unos con otros, a desvelarse únicos y, a su vez, forman parte de un asunto complejo más amplio; a encontrar acomodo en una intersección que los vuelve entrañables, de una claridad suficiente para no leerlos y enseguida echarlos al olvido. No, se quedan. En los relatos de Munro, pronto, como pasaba con Anton Chéjov —un autor que le respira en la nuca a la autora canadiense—, en unos cuantos renglones se tiene la tesitura de la historia: un panorama general que, no obstante múltiples variables y subidas y bajadas, las más de las veces no da un requiebro inesperado.

Munro cuenta, y cuenta para sí y para todos, y en ese deshilvanar acciones y establecer atmósferas hay un punto en el que el cuento sorprende, pero esa sorpresa ya estaba ahí, nada más que quedamente velada. Su modo de decir las cosas es lo que sobresale más que el lienzo con el trazo final.

En el principio está la muerte. Pero no en el principio del caos o la vida en todo caso, sino de la conciencia humana. “En el principio de la conciencia humana está la muerte”, escribe Fernando Savater en Despierta y lee. Ese principio está inscrito en la narrativa de Chéjov. El autor ruso, preocupado por el progreso más que por las inclinaciones piadosas, nos legó un listado de personajes que apelan a lo humano antes que desbarrancarse en la desesperación o la locura. Lo que afirma el filósofo español, por ello, tiene cabida en innumerables cuentos chejovianos —si es que este adjetivo puede tener validez: Richard Ford lo niega y Sergio Pitol lo desmenuza. No se trata de protagonistas —de un lado y otro de la balanza, del peso y el contrapeso— que presuman mentes retorcidas y, por ende, sus acciones sean tendenciosas o condenables desde el punto de vista moral; son, más bien, individuos —mujeres y hombres— de una honda sensibilidad.

Antonio Muñoz Molina refiere —citando a Munro— que influencias más cercanas en el tiempo de la autora canadiense son Flannery O’Connor, Eudora Welty y Carson McCullers. Subyace, sin embargo, el autor de Drama de caza en el espectro narrativo de Munro. “El mundo de Chéjov parece girar en torno a un solo eje: la incomunicación”, escribe Sergio Pitol a propósito de la narrativa del ruso en El arte de la fuga. Y ese es uno de los hilos, en general, por los que transitan los textos de la Premio Nobel. Nita, en “Radicales libres” se refugia en sí misma tras quedar viuda y corta todo contacto con el exterior; en “Algunas mujeres”, cuatro de ellas viven al pendiente de un hombre convaleciente, pero su lucha las lleva a levantar barreras que impidan el acercamiento entre unas y otras; ambos cuentos pertenecen al libro Demasiada felicidad. 

Y no es que Munro escriba literatura de mujeres, o para mujeres. O que las mujeres tengan que —por obligación o mandato caprichoso— surgir de pronto al principio o final de una línea o como coronación de un párrafo. Es que ellas siempre aparecen en sus cuentos, o en sus novelas (La vida de las mujeres, por ejemplo), para darle consistencia a la historia que se cuenta: si hay un punto de partida y de llegada, tiene que ver con ellas. Y no es gratuita esta presencia: la Sofia Kovalevski de “Demasiada felicidad” (del libro homónimo), es la primera mujer matemática en ser aceptada en los círculos de hombres inteligentes europeos, o la chica de “Cara”, que se da un tajo en el rostro para que la sangre lo manche y parecerse entonces a aquel niño que nació con un lunar de ese color que le cubría (o le afeaba) la mitad de su rostro. De ese talante son las mujeres de Munro, de uno semejante al que les imprimía Anton Chéjov a las suyas: recuérdese a “Kashtanka” y a la mujer que hace contrapeso al protagonista de “Relato de un granuja”; o a Masha, en La gaviota.

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