La tranquilidad perdida

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En la colonia Plaza de Toros de Chapala la gente reza. El sol, en la lejanía, está sumergiéndose en el lago, pero el calor sigue apretando a la veintena de vecinos reunidos en un solar, un poco descuidado, que funge también de pequeño vivero y de improvisada capilla. Aquí no llega la brisa refrescante y apaciguadora que sopla en el malecón. En este barrio agazapado en uno de los tantos cerros de la ribera, se respira el miedo, áspero, invisible, pero omnipresente como el polvo que se levanta de las calles mal empedradas.
Y la gente reza. Todos los días, al atardecer, desde aquel 9 de mayo en que esta comunidad se estremeció por la noticia de que cerca de aquí, por la carretera a Guadalajara, encontraron 18 cadáveres desmembrados, la mitad de los cuales eran de personas originarias de los municipios ribereños: Chapala, Ajijic y Jocotepec. Víctimas inocentes de la lucha armada que en esta zona están librando los Zetas y sus aliados, contra el Cártel de Sinaloa y el de Jalisco Nueva Generación.
Reunidos frente a una imagen de la Guadalupana, adornada con un amplio rosario, niños, mujeres y ancianos elevan sus plegarias para encomendarle a la Virgen las almas de los muertos, pero al mismo tiempo pedir protección para los vivos, y sobre todo, para exorcizar ese miedo, tan hondo que parece casi imborrable, que los ha paralizado por varias semanas y marcado por toda la vida. Un sentimiento encarnado de inseguridad que ahora intentan cuanto menos dejar a un lado, confinarlo en un rincón de la conciencia para poder recuperar sus cotidianeidades tan repentinamente trastornadas.

La calma quebrada
En San Juan Cosalá, a pocos kilómetros de Chapala, la gente también reza y llora a sus muertos. Y también está asustada. El martes 5 de junio, en la pequeña iglesia de esta localidad de Jocotepec, más de dos mil lugareños asistieron a los funerales de las cuatro personas cuyos cadáveres se encontraban entre los 18 hallados el 9 de mayo en el municipio de Ixtlahuacán de los Membrillos. Según declaró el Procurador de Justicia, Tomás Coronado Olmos, la matanza fue perpetrada por los Zetas para vengar la muerte de 24 de sus compañeros en Nuevo Laredo, Tamaulipas.
Las víctimas de San Juan eran un señor sobre la cincuentena y tres jóvenes primos. Fueron los últimos cuerpos en identificarse, apenas hace 10 días, debido a que, por su mal estado, se necesitó la prueba del ADN.
Pedro del Toro, de 15 años; Armando del Toro, de 24 y su hermana Liliana de 17, fueron secuestrados el 21 de abril. “Su única culpa fue de ir a comer tacos en la plaza a las diez y media de la noche”, dice un pariente, que llamaremos Don Fernando. “Cuando yo era chico, para asustarme, me decían que no saliera a la calle porque estaban los roba-niños. Y ahora parece que están de verdad”.
Liliana era una niña que todos conocían en el pueblo. Gordita, risueña, vendía cacahuates en la calle y ayudaba a sus padres en un puesto de pollo callejero. Su hermano trabajaba en la obra, y los dos contribuían a la endeble economía familiar.
Su muerte fue un trauma para los papás. “¡Se pasaron dos meses sin saber nada de sus hijos! A los dos les dio diabetes, por los nervios”, dice Don Fernando. “Durante todo ese tiempo los veías caminando en la calle, descalzos, en todas la procesiones, rezándole y pagándoles mandas, con lo poco que tenían, a todos los santos.
”Fue algo desconcertante”, continúa, porque la gente estaba convencida de que la inseguridad afectaría sólo a los municipios más ricos, “y no aquí, donde somos puros pelados”. San Juan Cosalá era un lugar tranquilo, ajeno al turismo masivo de las demás localidades del lago y también a la violencia que en los últimos meses ha aquejado la ribera, dejando un saldo de 43 ejecuciones en lo que va del año.
“Ahora tenemos un miedo increíble”, dice Don Fernando, “que no se puede describir”, pero que se nota en sus facciones crispadas, en la voluntad de mantener oculto su verdadero nombre, y al mismo tiempo en su necesidad de desahogarse, de sacar la angustia y la indignación por lo que está pasando en su tierra.
“Ya no sales. Las dos semanas sucesivas al 9 de mayo no había nadie en la calle. Esta sensación de miedo, esta psicosis, nadie te la va a quitar. Quedamos marcados como las bestias, para toda la vida”, dice triste, y luego truena contra el cinismo de los narcos, que se pasean con sus camionetas por el pueblo, descarados, con las armas a la vista.
Sin embargo, agrega, ahora la gente está despertando. Desde el primer domingo de junio volvieron a poblarse las calles y los pocos lugares públicos, que habían permanecido desolados. “Tenemos que salir. Tenemos que enfrentarlos. No podemos dejarles nuestro pueblo”, concluye Don Fernando.

Economía y extranjeros
La psicosis, el miedo a salir, se extendieron por toda la ribera después del 9 de mayo. Los domingos, cuando tradicionalmente los restaurantes y las calles de estos pueblos se atiborraban de gente procedente de la cercana metrópoli de Guadalajara, quedaron vacías.
Aurora Michel, que hasta hace un mes fue presidente de la Cámara Nacional del Comercio en Chapala, dijo que la afectación para los comerciantes del lugar fue muy fuerte. Aun si no hay datos precisos al respecto, hubo negocios cuyas ventas alcanzaron apenas el 10 por ciento en las últimas tres semanas de mayo.
“La gente se puso muy nerviosa. No salía a restaurantes por la noche y la comunidad extranjera, que representa un ingreso económico muy importante para Chapala, empezó a sentir inseguridad y a quedarse encerrada en sus casas”, dice.
“Fue el choque del momento, pero la gente ya empieza a regresar, el fin de semana pasado se vio otra vez la fila de carros por la carretera. Confiamos en que la economía se va a reactivar”.
En otros aspectos de la vida de estos pueblos se empieza a volver a la normalidad. Como dice Raúl Zamora, director de la secundaria de Ajijic, durante el mes de mayo “tuvimos una asistencia de máximo el 30 por ciento de los alumnos”.
Comenta que el ausentismo se debió a los rumores que circulaban entre la gente y en las redes sociales: que había amenaza de bomba en la escuela o que iban a robar niños. En Facebook apareció una cuenta falsa a nombre de la presidencia municipal de Chapala, donde se anunciaba que las clases quedaban suspendidas y que se había decretado el toque de queda.
En cuanto a la comunidad extranjera de la ribera, que según cifras del consulado americano de Guadalajara ronda las 20 mil personas, hubo quien se fue, pero muchos, que ya consideran a México como su patria adoptiva, decidieron quedarse.
Howard Feldstein, presidente de esta comunidad, dice que la inseguridad está afectando al sector inmobiliario por la baja en las rentas, pero que esto se debe a varios factores, como la crisis económica en Estados Unidos, y que quienes ya están arraigados en la zona no están vendiendo sus casas.
“Cada quien aquí es muy consciente de la inseguridad. Pero creo que esta situación que vive el país afecta mucho más a la comunidad mexicana que a la extranjera”, dice.

La casa del horror
Chapala parece volver a la normalidad, aún así precaria. Entre la población siguen circulando noticias, o rumores, de más levantones, más balaceras y más ejecutados. Las autoridades desmienten, u ocultan, que haya habido más crímenes de este tipo después del 9 de mayo.
El director de seguridad pública, Reynol Contreras, el 18 de mayo reconoció frente a 500 integrantes de la comunidad extranjera que los 110 elementos y las 18 patrullas con que cuenta su corporación, son insuficientes para atender a los 70 mil habitantes del municipio.
Por eso, las autoridades locales solicitaron la intervención de la policía estatal y del Ejército cuya presencia, a pesar de causar nerviosismo en la comunidad, ha contribuido a bajar los niveles de criminalidad.
En el mes de mayo se aseguraron en diferentes operativos tres casas de seguridad, donde se decomisaron alrededor de 20 armas largas, entre rifles, granadas y lanzagranadas.
Una de ésas se ubica en Riberas del Pilar, zona residencial de Chapala donde lujosas mansiones se alternan a sencillas casas de adobe. Casi llegando a la cima del cerro, en el número 30 de la polvorienta y reservada calle Mirador, se encuentra un edificio blanco de dos pisos, clausurado y a medio acabar. Esparcidos en la azotea, hay ropa, botellas de cervezas vacías y restos de comida.
Enfrente un perro ladra desde el jardín de una residencia señorial, y al lado unas gallinas, cloqueando, se esconden entre los tiliches apiñados a la entrada de una choza de ladrillos, de la que asoma la mirada desconfiada de una señora de trenzas canosas.
“Hubo gente yendo y viniendo durante dos semanas, entre finales de abril y principios de mayo”, dice, respondiendo a la pregunta de si no había notado movimientos extraños en la casa del número 30. “Pero yo no he visto nada sospechoso”, espeta, y regresa rápido a la comida que se está cocinando en la estufa.
Sin embargo, el 14 de mayo, en ese edificio blanco con las cortinas tiradas, el Ejército halló dos refrigeradores, uno de los cuales contenía cinco troncos humanos, seis brazos y dos piernas revueltos en un gran cubo de hielo. Los restos pertenecían a cinco de los 18 cadáveres abandonados por la carretera a Chapala cinco días antes. El serrucho que encontraron los militares, podría indicar que aquí fueron despedazados los cuerpos.

Protestas y “comprensión”
El 9 de mayo cambió la vida de muchos habitantes de la ribera. Ese día fue la culminación de una escalada de violencia iniciada en abril, y cuyas huellas quedaron marcadas a lo largo de la carretera que conecta Chapala con Jocotepec: lugares de al menos una veintena de secuestros y de seis ejecuciones se suceden por el camino que costea el lago.
La población, alarmada, realizó manifestaciones para pedir el cese de esta violencia que está ensangrentando la zona. La primera fue organizada en Ajijic, el 22 de abril, cuando más de 300 personas desfilaron por el malecón, en silencio y vestidas de blanco.
“Marchamos para hacer ver a las autoridades que éramos gente inocente la que estaba siendo secuestrada, y no sólo ligada al crimen organizado”, dice Efraín Martínez, de 25 años, uno de los organizadores del evento. A esta primera marcha también participaron sus primos Juan Carlos, de 20 años, y Gustavo, de 18, quienes fueron secuestrados y descuartizados tres semanas después. “Eran chicos tranquilos, estudiantes, muy deportivos. Yo los conocía bien, sabía que no se drogaban y que no estaban involucrados con el crimen organizado”, dice el joven oriundo de Ajijic.
La familia, después del día 3 de mayo en que los levantaron, recibió llamadas en que únicamente se escuchaban lamentos y gritos de dolor. “En el momento, los padres no las habían ligado [las llamadas] con el levantón de sus hijos, hasta cuando fueron a reconocer sus cuerpos y vieron el estado en que estaban”.
En San Juan Cosalá, hace diez días se organizó una junta con el presidente municipal de Jocotepec, Mario Chávez, un representante de la policía estatal y uno del Ejército. Más de 450 personas exigieron protección y externaron sus temores, su rabia y su impotencia a los representantes de las fuerzas del orden, quienes por su parte pidieron colaboración por parte de la ciudadanía. “Nos dicen que denunciemos, pero cómo le hacemos: vivimos en un pueblo, nos ubicarían de inmediato”, dice al respecto Don Fernando.
Al final de la reunión, un mando militar pidió comprensión a la gente. “Piensan que nomás ustedes tienen miedo y que están en peligro. Nosotros también lo estamos: yo tengo tres meses que no regreso a mi casa, y cada vez que salgo mi hija me da la bendición porque no sabe si voy a regresar. Entiéndannos, no somos invulnerables a las balas”, les dijo.
Entendimiento es lo que parecen pedir todas las autoridades: ¿Cómo se puede pedir comprensión a una comunidad asustada, lacerada en lo más íntimo por una guerra que no es la suya? ¿Se puede entender que unos niños inocentes, que lo único que habían conocido en vida era la miseria, hayan sido torturados, decapitados vivos y descuartizados por una perversa y bárbara venganza entre narcos?

Efectos “colaterales”
En la colonia Plaza de Toros, la gente sigue rezando. Entre ellos se encuentra Alicia Córdoba, expresidente y ahora consejera de la asociación Amigos del Lago. El 18 de mayo se encontraba en su casa, aledaña a este solar transformado en capilla.
“Estábamos en los días más críticos, porque acababan de encontrar los cadáveres, entre los cuales había amigos y maestros de mis hijos”, dice la activista. “Había una sicosis en todo el pueblo, yo cerré temprano la tienda, porque no me sentía segura. Andaba cargando en mi bolsa unas tijeras para papel, ahora me da risa, pensaba poder defenderme con ellas si llegaban unos sicarios”.
Cerca de las siete de la tarde escuchó unos golpes y unos gritos. Diez patrullas de la policía estatal rodearon su casa, y algunos elementos le exigieron con la fuerza que les abriera la puerta. “Yo dudaba de que fueran policías, por la forma en que estaban actuando; creí que eran narcos”.
Los uniformados se metieron a su casa con las armas explanadas y la arrinconaron contra la pared: “Me seguían gritando e insultando en cada momento; me preguntaban con quién vivía y me enseñaron la foto de un sujeto, pidiéndome que lo identificara. Yo nunca lo había visto, ya no sabía qué pensar, nomás le decía que me habían confundido”.
Los policías esculcaron toda la casa y le ordenaron que se vistiera, porque se la iban a llevar. “Yo quería hablarle a mis hijos, pero me gritaron: ‘Me valen madre tus hijos’. Fue un baldazo de agua fría, cuando me dijeron esto me convencí de que eran sicarios y que me iban a matar”.
Luego la sentaron en la cama. “Allí me quedé hasta cuando me di cuenta de que se habían ido. No sé cuanto tiempo pasó. Había quedado un solo policía: de repente me vio, y me dijo: ‘Es que… entiéndannos’”, y se fue, sin más, sin una disculpa o una explicación, dejándola aterrorizada y en estado de choque sentada en la cama. Y sin poder entender.

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