La traición en el Leoncio Prado

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Si la traición militar implica favorecer al enemigo, incorporarse a sus filas o permitir el progreso de sus armas, la traición que tiene lugar en el colegio militar Leoncio Prado, de La ciudad y los perros (Mario Vargas Llosa, 1962), no involucra un cometido nacional o patriótico. Es de otro tipo: romper la camaradería de unos muchachos que en su mayoría no pretenden seguir una carrera militar y que, por rebeldía y diversión, tratan de eludir la dura disciplina que allí dentro se les impone.
La ciudad y los perros es más que un retrato de la sociedad limeña de los años sesenta del siglo pasado, compuesta por bloques sociales y raciales en constante oposición (pudientes miraflorinos y limeños, serranos, criollos y negros), como protagonistas de una feroz batalla. La primera novela de Vargas Llosa, exquisita y abrumadora, es un ejercicio crítico sobre la brutalidad, la violencia y la deshumanización –leyes y reglamentos de por medio– que se abate sobre un grupo de muchachos que, si bien de la vida saben realmente poco, se descubrirán varados, a veces en contra de su voluntad, en un escenario militar: una existencia sacrificada que pugna por imponer, mediante orden y disciplina, una estatura ingobernable: aprender a ser hombre.
Esa es la premisa que subyace en el fondo de esa parafernalia de jerarquías y clases, instrucción marcial, ejercicios de campaña y vigilancia extrema en las cuadras y en la geometría total del colegio. Es verdad que el Leoncio Prado no constituye una escuela milica propiamente dicha, pero sí un colegio dirigido por militares: a la mayoría de los alumnos los padres los envían allí para que se hagan hombres (orden, disciplina y saber asumir responsabilidades) o para quitarles lo maricones, y de pocos su intención es seguir una carrera militar. Al final, el motivo no importa mucho: el asunto vital es que el peruano que no es hombre no es digno de llamarse peruano.
Los años de secundaria, al paso del tiempo, son casillas borroneadas en el calendario por su estela de sinsabores y pequeñas victorias: los cadetes del Leoncio Prado sobrellevan los días entre esos dos extremos. Cuando Ricardo Arana, el Esclavo, denuncia al serrano Cava como el culpable de robar los cuestionarios de los exámenes (quiere nada más que les sea levantada la consigna a toda la sección, porque desea salir a ver a su hembrita), no imaginó que ese acto se bifurcaría en dos túneles: en uno, a Cava lo expulsan, pero antes, delante de todos los cadetes, le arrancan las insignias, lo despojan de su valía; y el Esclavo acabaría en la tumba: la traición se paga con la muerte, según el Jaguar y el código no escrito del colegio. El mundo de la hombría se insinúa con todas sus fauces y garras: en ese código militar –en el de los hombres–, el primer mandamiento es no delatar nunca.
Alberto Fernández, el Poeta, denuncia al Jaguar como asesino del Esclavo y así el círculo se cierra: al hacerlo se denuncia a sí mismo, a toda la sección, y al ejército. Si la expulsión de Eva y Adán se debió a la desobediencia por comer del árbol del bien y del mal y se dan a la errancia infinita, el exilio obligado del Leoncio Prado se debe a una obediencia extrema a leyes militares que no cuajan en la realidad, pues éstas y los reglamentos deben adecuarse a las cosas y no al revés: un sentido común que trastoca todos los órdenes de la sociedad limeña retratada en esos cadetes, suboficiales, tenientes, mayores, capitanes y coroneles del Leoncio Prado, y que deviene a violencia. La condición humana puesta entre la espada y la pared, cuestión que ya aparece en Los jefes (1959) y retornará en Los cachorros (1967).
La novela requiere ir atando cabos que el autor peruano riega a lo largo de la narración: indicios, señales dejadas al paso por los variados cambios de vista en el narrador, por diálogos y monólogos (de hasta tres personajes distintos) y por un manejo indiscriminado del tiempo y el espacio. Vargas Llosa nunca sigue una linealidad definida: hay siempre una intersección en el tiempo de la historia, lo que recuerda esa máxima de Arreola en Confabulario: no siempre la distancia más corta entre un punto y otro es la línea recta.

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