La malograda perfección

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Han pasado muchos años desde que escuchara por primera vez las Variaciones Goldberg de Bach en manos de Glenn Gould, y ahora que leo la novela El malogrado (1983) de Thomas Bernhard, inevitablemente he tenido que volver a ellas para recuperar la sensación del extraordinario goce estético y de la paz inmensa que provoca esta obra equilibrada, perfecta y, por supuesto, con esta interpretación. Las escucho una y otra vez para convencerme de lo que ya había aceptado, que no tiene por qué haber más, que uno podría quedarse en ese estado de contemplación por siempre, que más valdría enclaustrarse con esa música y olvidarse de la triste vida tal y como hizo el propio Gould; que ante la imposibilidad de contener esa inmensidad, de poseerla, el deseo de perderse en un arrebato se antoja como la inequívoca vía.
Esa fue la impresión que arrojó a Wertheimer al suicidio. El miserable personaje que Bernhard imagina enfrentándose a una sublimación artística a la que le está negado acceder; inválido de talento, pero sobre todo del carácter, para no temer a su propia vida. Me he detenido a ver el video de la segunda grabación que hiciera Gould de las Variaciones Goldberg en 1981. Ha vuelto a ellas casi después de treinta años y a unos meses de su muerte. En su destartalada y pequeña silla frente al piano, se le ve viejo y más encorvado que de costumbre, domeñando con la vehemencia de sabio loco la enorme maquinaria sonora. Pero hay que regresar al cobarde, al trastornado de malogrado espíritu, porque Wertheimer era el “pusilánime” que dudo tanto de tocar por el miedo de tropezar con su insustancial interpretación, con su hueca existencia. “El virtuoso, y más aún el virtuoso mundial, no puede temer absolutamente nada, da igual qué clase de virtuoso sea”, dice Bernhard en esta obra.
El malogrado no es un texto disfrutable. Su narración es perturbada, incómoda como el mismo Bernhard lo fuera en su obra; en su vida. Las obsesiones respecto a un pianista como Glenn Gould y el mundillo de los concertistas no es sino el pretexto para que este autor holandés que recurrentemente aborda el tema del suicidio, vierta la frustración y el resentimiento hacia una sociedad desgastada, que exaspera por su anquilosada y maquillada civilidad, que procrea timoratos incapaces de oponerse a la vileza, pero que la toleran o la evaden: “Desde su niñez había tenido el deseo de morir, de matarse, como se suele decir, pero jamás había puesto en ello la máxima concentración. No había podido hacer frente al hecho de haber sido echado a un mundo que, en el fondo y en todas y cada una de las cosas, sólo le había sido siempre repulsivo, desde el principio mismo”.
A Thomas Bernhard se le ha visto sobre todo como un escritor misántropo y lleno de amargura, que se dispuso a hacer notoria su insatisfacción y hartazgo de la vida. Siempre renuente a los halagos y a las multitudes: “Nunca fui feliz, pero siempre buscaba protegerme […] El aplauso no lo puedo soportar, es el pago de un actor, ellos viven de eso. Yo me quedo con los pagos de la editorial”. No obstante, esta relación pecuniaria no fue menos molesta. En el libro Correspondencia (1961-1988) se recogen las cartas entre Bernhard y su editor, en la que poco a poco la fricción va en aumento –Bernhard ha llegado a llamarlo ridículo y potencia enemiga– hasta que poco antes de su muerte el autor recibe una misiva en la que el editor termina por decirle que se ha traspasado un límite de por sí doloroso, a lo que Bernhard sin más responde: “Bórreme de su editorial y de su memoria”.
Tal desaparición deseaba el autor de más de 19 novelas, 17 obras teatrales, así como de sus obras autobiográficas, en las que obviamente es patente su repudio hacia lo que representa la humanidad institucionalizada, socavada de cualquier impulso auténtico, quien deseaba poder observar su propio suicidio, sin embargo “esto no funciona y ésa es mi gran desilusión”. Por ello quiso ser olvidado, y su muerte ocurrida en 1989 no fue conocida hasta varios días después, aparentemente por instrucciones del mismo autor, y con un funeral cerrado y desolado. Bernhard también había manifestado su inconformidad a que su obras fueran vendidas o representadas en Austria, ese país considerado como cuna de artistas y pensadores, pero al que el escritor que pasó su vida en él lo veía como culmen de vacuidad e ineptitud.
Wertehimer es el músico, el hombre malogrado; un diletante en el peor de los sentidos y en cualquier circunstancia, alimentado por una sociedad que es pura jactancia pero que ya está rancia y deteriorada, y que se derrumba ante la figura de un compulsivo virtuoso, arrogante de su absoluta libertad y de su fuerza creativa. Demasiado para el personaje. Demasiado para el autor que pese al repudio no se cansó de recriminarle a Austria, la ciudad de las ciencias y el arte, su participación nazi. Después de su muerte, su editor quien decidió desoír su deseo de no difundir su obra, escribiría que éste transitaba en la cuerda floja, apuntando a lo perfecto y lo total aunque esto no le fuera soportable.
Los cantos y los balbuceos que Glenn Gould hace mientras ejecuta las Variaciones Goldberg siguen colándose en las grabaciones. Tan audibles y necesarios ante los estertores de un Wertheimer que ya no se soporta sino en la cuerda de su cadalso. Ante un Bernhard que sigue removiendo el desolado equilibrio.

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