La imaginación puede ser

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No soltar el hilo
Después de un viaje con un par de inconvenientes en el aeropuerto por el extravío de su maleta, Rosa Montero llegó ya casi oscureciendo a esa ciudad. Era su primera vez en el lugar. Le habían contado que en ese sitio le resultaría más sencillo sentarse a escribir sin que tuviera el riesgo constante de que la interrumpieran para pedirle alguna entrevista, preguntarle sobre la situación de las mujeres en su país o simplemente para acabar escuchando un “¿Es usted Rosa Montero, la que escribió La hija del caníbal?”. Lugares hay muchos, pero ella eligió ése porque cuando le hicieron la sugerencia recién había terminado su ardua participación en una feria de libro en la capital. De modo que, como se dice comúnmente, tomó la oportunidad porque a ésta “la pintan calva”.

Desde meses atrás había estado en búsqueda de un lugar en el que hubiera calma y en el que, por supuesto, no fuera demasiado conocida, o por lo menos que al salir a pasear cualquier tarde, en las banquetas y plazas de la ciudad no la detuvieran a cada momento para interrumpir sus soliloquios y acosarla a preguntas y comentarios. Y es que a menudo le ocurría que se encontraba a mitad de la construcción de un personaje o en la parte final de un diálogo vertebral de sus protagonistas cuando la abordaban para cuestionarla sobre la ubicación de cierto restaurante, e incluso por una tienda de ropa. Entonces, el hilo se le iba.

La vida y su orden
Un amigo conoce la ciudad no como todos, sino según la ubicación de templos y parroquias. Imagino que en su cabeza tiene un mapa detallado con cruces, santuarios y nombres de santos y vírgenes. Si se le pregunta cómo llegar a un lugar determinado, da indicaciones que incluyen nombres de calles y avenidas, por supuesto, pero sobre todo se entretiene en dar referencias espaciales de templos e iglesias. Por todo ello, casi está excluido su extravío porque por toda la ciudad están diseminados cientos de capillas y templos que sobresalen en barrios y colonias. A Rosa Montero, en cambio, le pasa que la vida la tiene ordenada según sus afinidades. Es decir, lo confiesa en La loca de la casa, sus recuerdos están clasificados por las épocas de sus amores y los libros que ha publicado. No hay pierde.

En La novela luminosa, Mario Levrero cuenta que, buena o mala, su literatura es más importante que él mismo, porque su escritura lo trasciende, el acto solo de escribir rebasa el molde y amplifica los horizontes. Esta trascendencia de la que habla Levrero viene precedida de un trabajo al interior del escritor, de un ir hasta la raíz provisto de linterna y pala para excavar las profundidades. Tournier decía que no entendía porque se vivía preocupado por el futuro cuando no se había entendido la vida hacia atrás. Rosa Montero, a propósito, anota en La loca de la casa: “De manera que nos inventamos nuestros recuerdos, que es igual que decir que nos inventamos a nosotros mismos, porque nuestra identidad reside en la memoria, en el relato de nuestra biografía”.

“El escritor siempre está escribiendo”
Rosa Montero va por ahí libreta y lápiz en mano, con el ojo abierto y puesto en lo que se le atraviesa, y su cabeza entonces se abalanza sobre una historia que apenas asoma en su imaginación, esa loca suelta de la que hablaba Santa Teresa. Si entendemos que la escritura es vida y tiempo y todo, entonces queda claro que el escritor siempre está escribiendo. O viceversa.

“He redactado muchos párrafos, innumerables páginas, incontables artículos, mientras saco a pasear a mis perros, por ejemplo: dentro de mi cabeza voy moviendo las comas, cambiando un verbo por otro, afinando un adjetivo”. Dijo “sacar a los perros”, pero bien pudo decir mientras lavo la loza, abro una ventana, me siento en el parque, voy por las compras o subo un edificio por las escaleras. Hay muchas lecciones en La loca de la casa, pero ahora me limitaré a señalar una, a propósito de ese dejarse ir por los pensamientos y las ideas: la imaginación puede ser, a un mismo tiempo, la loca de la casa y la presencia más sensata en la cabeza.

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