La comunidad judía en Guadalajara

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La complejidad del pueblo judío y del judaísmo se refleja hasta en una comunidad pequeña y dividida como la de Guadalajara. Hay registros de que los primeros judíos llegaron al continente, y también a México, desde el descubrimiento y la conquista de las Américas, huyendo de la Inquisición. Sin embargo eran individuos o grupos aislados, conocidos como cripto-judíos, que celebraban su culto a escondidas, y muchos terminaron por ser asimilados. Aparte de algunos casos esporádicos de organización, en particular durante el gobierno de Benito Juárez y la libertad religiosa que propició, no fue hasta inicio del 1900 que se formaron las primeras congregaciones en el país.

En el caso de Guadalajara, como explica Cristina Gutiérrez, investigadora del Colegio de Jalisco y autora de diferentes publicaciones sobre el tema, la primera presencia judía se registró en 1910, pero fue hasta la década de los 20 que empezaron a conformarse las primeras comunidades.

La académica dice que la mayoría de los judíos que se establecieron en Guadalajara procedían de pueblos más pequeños del Occidente, algunos incluso llegaron aquí cruzando la frontera de Estados Unidos caminando, y otros provenientes del puerto de Veracruz, y que como la mayoría de los judíos en México, eran personas que querían irse a “América”, pero que no lo lograron por las restricciones de las leyes migratorias del país estadounidense. “Ellos buscaban espacios nuevos que tuvieran potencial para colocar sus mercancías”, comenta.

En el caso de la capital jalisciense, la inmigración se dividió en dos grupos principales: los sefaradíes originarios de Turquía y Grecia, atraídos a México porque pensaban hablar bien el español, ya que su lengua era el ladino —un antiguo castellano— y los askenazis rusos y polacos.

Marc Mohel es descendiente de dos familias judías, una turca y otra griega, cuyos abuelos emigraron, independientemente, alrededor de 1924 y luego se fincaron en Guadalajara. Tiene una mercería en el centro histórico y ha sido de 2008 a 2011 presidente de la Comunidad Hebrea.

Dice que alrededor de 1926 había 40 familias que vivían agrupadas por su origen, sefaradíes y askenazis convivían, se ayudaban mutuamente en los negocios —casi todos se dedicaban al comercio— adquirieron en conjunto un panteón, pero como venían unos de una cultura mediterránea y otros mittleuropea, con vestimentas, comidas y tradiciones distintas, celebraban sus rituales de manera separada, aquellos en ladino y estos en yiddish.

En 1950 los askenazis abrieron un Colegio yiddish, al que no podían asistir los niños sefaradíes porque hablaban otro idioma, los que seguían yendo a colegios católicos. Al poco tiempo, sin embargo, se decidió transformarlo en el Colegio Israelita, donde se empezó a estudiar la Torá e impartir los conocimientos en hebreo. Esto, junto a los matrimonios mixtos forzados por el escaso número de integrantes, propició que aproximadamente en el 1960 se fusionaran los dos grupos, formando la Comunidad Israelita de Guadalajara (cuya fundación oficial remonta al 1972), adoptando para las celebraciones el rito conservador, por lo que se invitó a un rabino procedente de Argentina: “Fue una especie de decisión salomónica, para contentar a los dos”, dice Marc.

En los años 80 y 90 la comunidad alcanzó su cúspide, registrando más de 900 miembros. El declive de esta época de oro inició a principio del 2000, cuando un grupo de la Comunidad Israelita decidió adoptar el rito ortodoxo: esto provocó una escisión, que dividió incluso familias —Marc, por ejemplo, se quedó con los conservadores, mientras que su hermana se pasó al nuevo movimiento—, y provocó la creación, en 2003, de la Comunidad Hebrea de Guadalajara.
“La comunidad judía es una, pero hay dos instituciones”, precisa Marc. “Tenemos diferencias de ritual, el conflicto está todavía calientito, pero teníamos que darnos la posibilidad de que cada quien rezara como quería”.

Al fraccionar la comunidad se regresó al pasado, sólo que ahora por causas ideológicas: “Los niños de la comunidad hebrea no iban al colegio israelita, y viceversa, pero como se requiere una masa crítica para nuestros rituales, nos seguimos necesitando mutuamente”.

En la actualidad existen en Guadalajara alrededor de 500 judíos. El Colegio Israelita cerró, por falta de estudiantes, y muchas familias con niños en edad escolar decidieron irse a la Ciudad de México o a otras ciudades donde hubiera un colegio judío. Otros se fueron porque la comunidad es muy pequeña: “Es una cuestión de convivencia entre más judíos, porque el miedo de la asimilación siempre ha estado presente”, dice Marc.

Otros más se fueron por cuestiones económicas: “Guadalajara ahora no es un lugar atractivo para migrar, México es un país centralista, por lo que la gente va a la Ciudad de México, y aquí económicamente no es muy viable, porque si ó emigras vas en busca de un lugar mejor donde hay más oportunidades”.

En cuanto a la convivencia con los gentiles, a lo largo de su presencia en la ciudad la comunidad judía ha sido víctima de agresiones: hubo pintas en sus instituciones y se profanó en un par de ocasiones el panteón, por eso sus lugares ahora están resguardados por guardias.

Marc dice que hasta los años 50 en las iglesias de aquí se le decía a la gente que los judíos tenían cuernos y cola, y no se le permitía la entrada a varios lugares públicos y sociales. Fue a partir del Concilio Vaticano II que cierta tolerancia ha empezado a permear paulatinamente la sociedad tapatía.

Al respecto, Cristina Gutiérrez dice que esto forma parte de una doble moral de la ciudad, donde la gente, que en su mayoría se dice católica a pesar de que los templos de esta religión han sido alcanzado por los de diferentes cultos —según una investigación de la misma investigadora del Colegio de Jalisco—, han preferido desde siempre considerar a los “diferentes” como “extranjeros”, y no como seguidores de una creencia diversa a la suya.

“Es un tema tabú. En Guadalajara pareciera que a todos nos gusta la imagen de que esas cosas no sucedieron, ni a los judíos le gusta hablar de ello, y a la ciudad le gusta verse a sí misma como una ciudad que recibe a culturas diferentes en un clima de tolerancia, pero hay muchas evidencias de que esto no ha sido históricamente así, y el mismo hecho de que la comunidad se haya manifestado públicamente tan tarde, es una muestra de ello”.

La Fil, como espacio plural donde se comparte la cultura, puede ser una buena ocasión para adentrarse en la amplia y heterogénea tradición del pueblo judío y de Israel, propiciando un fructuoso intercambio de conocimientos con un país donde la producción científica y cultural reviste un papel fundamental, y que ostenta el mayor número de patentes per cápita del mundo, además de un alto porcentaje de premios Nobel en el breve período de su conformación como estado independiente.

Además, como en parte lo es la función de los libros —ahora amenazados por el embate de las tecnologías—, el pueblo judío en la diáspora ha logrado demostrar cómo se puede conservar frente a las adversidad una cadena de memoria que unió a sus integrante alrededor de una tradición transmitida a lo largo de miles de años a través de sus leyes y escrituras sagradas.

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