Esperma y líquido refrigerante

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Yo ya había empezado a pensar en mi propia muerte, ¿con quién moriría yo, y desempeñando qué papel: el de psicópata, el de neurasténico, el de criminal que desaparece?”, dice un personaje de la novela Crash, al que su autor J. G. Ballard bautizó con su propio nombre.
El pasado 19 de abril falleció el autor de, entre otras obras, El imperio del sol, Noches de cocaína y La exhibición de atrocidades. Aunque Ballard hubiera pensado en su propia muerte, ya que en el 2006 le diagnosticaron cáncer (e impulsado por ello, escribió su autobiografía Milagros de vida), a diferencia de su homónimo en la novela, éste no deseaba fundirse en una cópula en que automóviles y genitales compusieran un nuevo himno al dolor y al deseo —como ocurre en Crash.
La vida de Ballard transcurrió en escenarios que además de encaminarlo a reflexiones que son el telón de fondo de sus obras, le proporcionaron materiales importantes para la imaginación. Desde la infancia en su natal Shangai, caleidoscopio radiante y sangriento: cadáveres chocando contra el transbordador que cruzaba el río Huangpu (arrojados a causa de la pobreza) y la seguridad de la colonia Internacional (en que residía). En 1943, por la invasión japonesa a China, permanece en un campo de prisioneros. Dos años después, llega a Inglaterra.
El descubrimiento de los surrealistas y Freud constituyen una revelación para Ballard: el rechazo de los primeros a la razón y su confianza en la imaginación para rehacer el mundo. Buscaba la forma de trasladar a la prosa el lenguaje visual surrealista. Pretendía abordar la patología de que había sido testigo en Shangai y en el mundo de la posguerra; intuía ese nuevo tipo de cultura popular renaciente que explotaba la psicopatía del público. Continuamente se topaba con que los autores de la narrativa de ficción trataban sobre todo de ellos mismos. Pero la presencia del “yo” en la literatura se veía amenazada por la presencia del mundo cotidiano; una sociedad consumista que podía desembocar en otra Hiroshima, un “qué pasaría si…”. Pese a haberse dedicado desde años atrás a escribir y haber publicado, después de la muerte de su esposa, su escritura toma nueva forma: el “qué pasa ahora” y la disección del “espacio interior” son el centro de interés. “En un intento desesperado por demostrar que el negro era blanco y que dos más dos son cinco en la aritmética moral de los años sesenta”, comienza a escribir los relatos que formarían La exhibición de atrocidades, mismos en que da la espalda a esa ciencia ficción anquilosada.
Los cambios que se estaban generando, tenían ahora un nuevo teatro: la disolución de la solidaridad emocional, la desaparición de la compasión y la emergencia del sensacionalismo, la autenticidad del simulacro. La verdad y la razón empujadas fuera de un mundo donde las fantasías más siniestras se mezclan con la fama, la ciencia y la política; mundo en que es imposible distinguir las imágenes de atrocidades y ejecuciones falsas de las reales; mundo que, paradójicamente, se escandaliza por relatos como “¿Por qué quiero joder a Ronald Reagan?” y “Plan para el asesinato de Jacqueline Kennedy”.
Crash representa una embestida frontal a las suposiciones convencionales de la violencia. Una provocación, valiéndose no sólo de los medios estéticos, sino mediante un desafío psicológico: la amenaza hacia los conceptos más preciados a que nos aferramos los seres humanos, el descubrimiento de lo endeble de tales ilusiones. En definitiva, la visión de que el hombre posee “una imaginación mucho más oscura de lo que nos gustaba creer”.
El sexo y la paranoia como tutores de la existencia, el armamento tecnológico, un mundo gobernado por “ficciones de toda índole”, en que la crueldad, la violencia y el culto a la fama constituyen los trazos determinantes: la realidad como “un decorado que se podía desmontar en cualquier momento”. Previamente a la escritura de Crash y con el objeto de probar la hipótesis de los vínculos inconscientes entre el sexo y los accidentes de coches, montó una exposición de vehículos estrellados, cuyas consecuencias —vino derramado en los autos, ventanillas rotas y una chica diciendo que estuvo a punto de ser violada— le dieron la razón.
A los personajes de Crash no los recibe el horrible Minos. Su pena no es el torbellino que en su furor los revuelve y golpea. No habitan el pantano de aguas oscuras, dándose golpes entre sí con la cabeza y los pies ni se desgarran con los dientes a pedazos. La condena tampoco es la eternidad dentro de sepulcros ardientes. Moran donde el sol calla, pero tal privación carece del referente Paraíso.
Podemos ahora —respondiendo a Baudelaire— sofocar el cruel remordimiento, porque lo irreparable roe con su diente maldito… Se desdibujan los límites, se abre el espacio de la posibilidad ilimitada. Las ideas ya no son los vectores directrices, lo son las sensaciones. La única certeza es la muerte, de la que Crash no es una oda, sino un intento por sobornar al verdugo que nos espera a todos, no ya en un juego de ajedrez, sino en una eyaculación de esperma y líquido refrigerante, en una coreografía de heridas cuya lógica viene dictada por el automóvil, los choques frontales de una nueva sexualidad, la fusión violenta entre la sensación y lo posible.

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