Entre abismos de escritura

1202

En Así habló Zaratustra, Nietzsche nos dice que el valor del hombre está en que es un puente, y no un fin. Y entonces, el hombre-puente presupone un espacio vacío sobre el que pende; es sobre este vacío que puede, incluso, comunicarse un abismo. Una imagen de abismo sería la que deviene con el poema, en cuyos versos hay algo que pende y abisma a quien sigue leyendo y cayendo en los vacíos, sin fondo, que el poema anticipa. Es el poema esa vertical caída por donde la sombra del hombre-puente arroja la espesura de un instante de vida, entre silencios.

“Cuando miras largo tiempo a un abismo, también éste mira dentro de ti”, escribió Nietzsche en Más allá del bien y del mal. El abismo, entonces, no está sólo fuera del hombre, sino también en su interior. La profundidad —sin fondo a la vista, o bien, carente de fondo, como es el ser mismo— será la que en el interior del hombre exista previa e inmediatamente, toda vez que en él acontezca la búsqueda de aquello que se insinúa de algún modo; ya para atraparlo en poema, en aforismo, en cuento o en novela.

En la novela de Susan Sontag: El benefactor, ocurre la siguiente interrogante: “¿Escribes porque eres escritor o eres escritor porque escribes?”. En esta cuestión se insinúan dos orillas, entre las cuales podríamos abismarnos; ya no por la escritura de un poema sino por la existencia de un sujeto social: el escritor profesional y el escritor francotirador —como se asumía Julio Cortázar. Cada uno de estos sujetos que se expone en su decir y hacer con palabras, desde una perspectiva y desde una convicción, corresponde a una conciencia de hacer con la escritura objetos de valor distintos. En unos está la disciplina como condición de hacer y de asumir un trabajo profesional. En los otros está la pasión y la emoción como condición para hacer objetos que no garantizan “el valor de la profesionalización”.

¿Cómo escriben unos y otros? No serán datos los que ofrezco a continuación, ni anécdotas ni rumores. Serán figuras que la intuición me atrajo alguna vez, o eventos atrapados por el esqueleto de mi memoria lectora.

El escritor profesional mantiene horarios de trabajo y suele atender diversos proyectos de escritura. Posee rituales: beber un vaso de agua, o bien, una taza de café o de té antes de sentarse a escribir, por ejemplo; enciende el cigarrillo o prepara la pipa antes de atacar el blanco de la página; cierra los ojos para extraer la imagen, o para escuchar la idea, o cierra los ojos nada más que para abandonarse a los otros sentidos. Establece objetivos de escritura para cada día: número de páginas, número de palabras, corrección de borradores. Está siempre presto para recorrer las vías de las mediaciones comunicativas: prensa, radio y escenarios diversos en los que el valor de la fama es un zopilote que ronda, enloquecido, entre los abismos del silencio y del pensamiento. Hablar, decir, cantar, gesticular… hasta que el zopilote caiga desplumado y sea hora de levantarse y despedirse del entrevistador, de los presentadores del libro, de los asistentes al evento y regresar y esperar lo que habrá de decirse sobre su obra, sus palabras, su presencia en el mundo de la cultura.

Por el contrario, el escritor francotirador no padece la disciplina de los horarios. Antes bien, su escritura es provocada por los llamados instantes “poyéticos”, o sea, por instantes cargados de energía creativa. Son fuerzas que desquician la razón de vivir una existencia consuetudinaria. Más que poseer rituales, el escritor francotirador es poseído por una atmósfera de objetos y lenguajes que lo asimilan a la condición de ser un médium, un puente, un hiato, un intervalo, una caja de resonancias. Difícilmente se verá exigido a atender las mediaciones comunicativas, y si sucede, ocurren en menor escala y con intermitencias de aparición que se olvidan en un tris. Los zopilotes de la fama no rondan en ningún momento, y si lo hacen, es porque hay un cadáver que yace en el francotirador mismo, tirado ya en el rincón de una esquela de periódico local, a veces nacional, y con sus excepciones, como fue el caso de Julio Cortázar, en prensa internacional.

Los abismos que se hacen entre uno y otro escritor, permiten la existencia de un caleidoscopio social. Las figuras y el tamaño de éstas guardan correspondencia con el estilo y las dinámicas del mercado y la cultura en que se agita el caleidoscopio. En unos y en otros, el color y todas las configuraciones ofrecerán marcadas diferencias de origen. El origen procederá no únicamente de que el escritor sea profesional o francotirador, sino de la posición social a la que pertenece, mucho antes de haberse decidido a ser escritor.

Artículo anteriorElogio de la locura
Artículo siguienteEsperan participación histórica