En la embriaguez de un mundo

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Alegría, bella chispa divina,
hija del Elíseo,
penetramos ardientes de embriaguez.
Friedrich von Schiller

Un día se despierta el Hombre con una utopía: sueña con un mundo donde impera la igualdad, sueña con la abundancia, con la libertad, sueña con un mundo racional que deje atrás el primitivismo animal; sueña con el fin de las guerras, con una paz suprema y un placer perpetuo… sueña con un mundo feliz. Cierto día, el sueño deviene en realidad y la felicidad se traslada de la periferia al centro. Desde el fondo de la utópica aspiración de equidad, se trasmina con rapidez la contundencia de la igualdad. Con una paz preceptiva y un placer previsto, todo cuanto escapa al ideal de la felicidad está prohibido.

Así comienza la decadencia de la utopía en distopía que Aldous Huxley imaginó.

Desde su publicación, en 1932, Un mundo feliz fue instantáneamente reconocida como una naciente obra clásica de la literatura anglosajona. El futurismo de sus páginas tenía una consistencia inusual: parecía reconociblemente subsumida en la historia. Algunos estudios sugirieron durante décadas que Huxley había previsto el derrumbe del capitalismo con su “felizología” llevada a sus últimas consecuencias, un derrumbe ético, si bien tenía lugar en la aparente cima del éxito de un sistema que lo había industrializado todo, incluso la humanidad.

Sin embargo, la insistencia en una estratificación predestinada y, al mismo tiempo, en una igualdad homogeneizante al interior de los estratos, dio cuenta del alcance de una obra que iba más allá de la crítica imaginativa y se allegaba de elementos que —principalmente en la primera mitad del siglo XX— la historia inmediata y los conflictos políticos mundiales proveían; una obra en la que los extremos políticos de la división de clases, pero también de una igualdad dictatorial, parecen tocarse. De esta crítica estructurada en ambos sentidos de las propuestas políticas dominantes de la época (el social comunismo y el capitalismo liberal) surgió un mundo que debía representar la armónica conjugación de lo mejor de los contrarios.

Así, aquel mundo de felicidad inicia en el 632 después de Ford (en alusión al modelo T de Ford), una marca que divide el tiempo de acuerdo a avances tecnológicos y que comienza por desechar conceptos que resultan un lastre para el nuevo orden, como el amor y la familia. El destino, administración exclusiva del Estado, ha dejado de estar en manos de los sujetos. Los niños nacen como un producto de aquel avance de la técnica y en respuesta al desprecio del amor romántico a través de un proceso de incubación. Los instintos carnales son satisfechos antes de que se conviertan en deseos frustrados y el impulso de cuestionamiento nostálgico —deprimente por naturaleza—, es suprimido con soma, la droga de la felicidad y un insumo indispensable para vivir.

Y ahí, cuando todo debería estar funcionando de acuerdo a lo previsto y el mundo parece haber alcanzado un estado de perfección basado en la extrema organización, surgen personajes como Bernard Marx —que a pesar de formar parte de la privilegiada casta Alfa padece la maldición del filósofo, una falta de plenitud proveniente del cuestionamiento—, Lenina Crown —una joven asimilada al sistema aunque a punto de despertar a un mundo nuevo, por definición problemático— y John el salvaje —quien vive fuera del orden y se erige, muy sutilmente, como un deseo reprimido de los ahora civilizados—; personajes que tras la obvia referencia política de sus nombres, representan el gran problema humano de la insatisfacción, cuando la felicidad ha pasado de ser un ideal a una anomalía.

Ante el imperio de la felicidad, la irrupción de un nuevo caos basado en el cuestionamiento y en la emancipación de la sobredosis de soma —embriagante abuso que alguna vez representó el impasse de la humanidad— se erigió para los controvertidos años treinta en una propuesta anarquista, difícil de digerir en términos políticos, aunque ficcionalmente exquisita para el mundo literario.

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