El juego de la sangre

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Fernando Vallejo.

Durante un paseo Witold Gombrowicz contempla una imagen que lo mueve a preguntarse, en un primer momento; a condolerse, en un segundo y, luego, a buscar asociaciones: descubre un gorrión ahorcado, colgando de la rama de un árbol. Gombrowicz en ese momento no sabía qué iba a hacer con ese suceso, de lo que sí estaba seguro era de que aquello, por lo menos, revelaba la no comprensión del mundo por parte del hombre. ¿Quién querría colgar a un pájaro y luego olvidarlo en aquel bosque por el que nadie pasaba, o, por lo menos, no con cierta frecuencia? A partir de esa inquietante postal y de la formulación de algunas interrogantes que no supo ni pudo responder en un mediano plazo, Gombrowicz escribe una de sus mejores novelas, Cosmos (1967).

Aunque cimbrado, Gombrowicz se aleja a salvo de aquel bosque del gorrión ahorcado, de una mano asesina que se oculta. Sale ileso, digamos. E ileso, pero tremendamente dolido, sale también Fernando de Medellín en La virgen de los sicarios (1994), una novela que ronda, por su tono despiadado, el pronunciamiento nihilista. Abandonó esa ciudad en el punto más álgido de su descomposición social, porque “Colombia… se nos había ido de las manos. Éramos, y de lejos, el país más criminal de la tierra, y Medellín la capital del odio”. Un Robinson Crusoe citadino que, tras bajar a las comunas (ahí anidan las bandas de sicarios) y subir al resto de la metrópoli (donde vive él), avista tierra firme: desde esa atalaya descubre cómo aquella ciudad ya no es lo que era, sino un ente déspota y controlador. Antes de su partida arranca de esa ciudad que le duele y desprecia, que le duele porque la ama y que desprecia porque lo mata, lo que necesita para vivir en otro sitio.

¿Es posible empezar de nuevo?, quisiera preguntarse el hermano de Darío tras la muerte de éste por Sida en una Medellín acosada, de nuevo, por esa peste de violencia y muerte, en El desbarrancadero (2001). De la prosa de Vallejo —al menos de este par de libros— han dicho que es “furibunda, mágica, imprecatoria, apocalíptica” y que sus libros, “brutales y sinceros”; una amalgama que le viene al autor a cabalidad: sincero pero brutal, brutal tirando a lo sincero. Un delirante canto de dolor, de amor, de querer desarraigarse de la madre loba que no amamanta sino que tira dentelladas a quien se acerque a su cobijo.

El juego de la sangre por la sangre, de la barbarie por la barbarie, de la desolación por lo que hay de verdad. En La virgen… se percibe una apuesta impensada por el deslumbramiento; un deslumbramiento alejado de la sorpresa y el asombro, y más cerca de lo violento parco, pulcro: “…eran los demonios de Medellín, la ciudad maldita, que habíamos agarrado al andar por sus calles y se nos habían adentrado por los ojos, por los oídos, por la nariz, por la boca”.

En este par de novelas (unidas por el tratamiento y el lenguaje, por la vuelta a Medellín) hay un manifiesto desacuerdo con el mundo, con sus leyes y sus protagonistas. Su temperamento da a entender que se encuentra en un estado de permanente enfrentamiento con el mundo, con aquello que aliena y, por lo tanto, destruye, pisotea. Se trata de una prosa que se rebela. En El ocaso del pensamiento (1940), E.M. Cioran, mediante aforismos y una daga con la punta bien afilada, destila un encono civilizado y delicado. La posición del autor en La virgen… y El desbarrancadero es de incomodidad, de una tesitura que se acerca a los meandros de los que bebía el pensador rumano.

No queda duda de que en Medellín acontece una tragedia griega: Alexis muere a manos de Wílmar, un sicario del que se habrá de enamorar Fernando, que amaba a Alexis. Un triángulo sin casualidad, porque Wílmar sabía de sus amores con Fernando antes de matarlo. Darío y su hermano, por su parte, se alimentan de las ubres de la misma loba: Medellín, la Loca, pero sólo uno de ellos sucumbirá y dejará al otro en un extravío en solitario. “Los personajes de Vallejo, viajeros hacia el fin de la noche, resisten la catalinaria dureza de sus jornadas gracias al contraste de los días felices, los que Cástor y Pólux vivieron como individuos, como víctimas sólo de las lágrimas y de la lluvia” (Christopher Domínguez Michael, Diccionario crítico de la literatura mexicana, 2007).

Al abandonar Medellín Fernando lleva consigo los días vividos con Alexis y el hermano de Darío lo mismo. “Mientras haya futuro por delante fluye muy bien el presente. En cuanto al pasado… pasado es el que yo tengo y el que me mantiene así”, dice Fernando.

 

“Mil jóvenes con Fernando Vallejo”
Miércoles 4 de diciembre,
de 17:30 a 18:50 hrs.
Auditorio Juan Rulfo de
Expo Guadalajara.

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