El deslumbrante Villoro

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Barcelona, 08/11/2004.Hotel Condes de Barcelona- XXII Premio Herralde de Novela. Juan Villoro, Ganador con la Novela "El testigo".- © Vicens Giménez EL MEXICANO VILLORO GANA EL PREMIO HERRALDE DE NOVELA VICENS GIMENEZ El escritor mexicano Juan Villoro, ganador del Herralde con una obra 'obsesivamente mexicana'. XXII Premio Herralde

A determinado escritor se llega por distintas vías. Depende de los intereses que se tengan. Hay un componente importante en la elección del título de un libro, incluso de cierto tema en el que se alimenten intereses y depositen posibilidades. Sin embargo, en ello tiene mucho que ver también el azar. Dejar de lado este filo sería articular, de forma inconclusa —si se me permite el símil—, un trazado carretero. Y que, precisamente, dicha falla u olvido u omisión, coincidiera con la falta de un puente entre dos porciones de tierra. ¿Qué, si se atesora un horizonte recortado, mutilado en uno de sus cuatro puntos cardinales? Nada. O todo. De nuevo, depende. A las letras de Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) llegué, por ejemplo, por un mero azar: la lectura, al principio desganada y al final impetuosa, de una columna dominical suya en un periódico que alguien dejó olvidado en una banca frente al templo de mi colonia. Y bien dicen que un eslabón lleva, necesariamente, a la cadena: pasé de forma natural a la lectura de sus libros (cuentos, crónicas, ensayos y, por último, novelas). Si se lee a Villoro una vez, difícilmente se le dejará de lado en adelante, sobre todo —para mí— en sus libros de corto aliento, en los que su narrativa se condensa.

La vena crónico-periodística de Villoro es posible mirarla en esos “botellones de cristal que despiden un brillo azulado”, para usar una de sus frases. Clara, como el agua. Y si hay una primera impresión, por otra parte, de los cuentos que componen La noche navegable (1980) es la de un variado compendio de personajes adolescentes, cuya mayoría, como aquel de “La mujer que no” de Jorge Ibargüengoitia, nunca alcanza a la muchacha por la que se devana los sesos todos los días. La prosa de Villoro en ese primer libro ya asoma con su fraseo deslumbrante, denso de referencias y colores. “Noticias de Cecilia”, cuento que parte en dos Albercas (1985), su segundo libro, es un notable ejercicio de disección de las emociones humanas: una muestra de lo que el libro entero es, álbum variopinto y divertido.

“Le escribía con bastante regularidad, desde un paraíso de triples signos de exclamación y de observaciones inexactas”. Esta frase podría ser atribuible a algún personaje de Villoro. Pero está en “Para Esmé, con amor y sordidez”, de J. D. Salinger (Nueve cuentos, 2008). Cuando retornan de Europa un par de personajes de “El periodo azul del Daumier-Smith”, otro cuento de Salinger, se hospedan en un hotel de la avenida Lexington en Nueva York; Sofía, en “El silencio de los cristales”, de Albercas, huye a otro hotel de esa misma avenida tras un desa-mor en México. Bueno, tal vez pueda ser el mismo. Si de alguien podrían hallarse sedimentos de la escritura villoriana, es precisamente del autor de El guardián entre el centeno. De José Agustín también, y de Alejandro Rossi. Lecciones aprendidas a cabalidad.

Muchos han querido asignarle el papel de continuador de la obra de cronista de Carlos Monsiváis, porque Villoro en sus letras elabora una especie de sucinta microhistoria mexicana paredes adentro. Esta afirmación del narrador en “Amigos mexicanos” de Los culpables (2007): “Cuando un periodista gringo encuentra lo ‘buñuelesco’ en México quiere decir que vio algo horrendo que le pareció mágico”, demuestra que ahí están ambos lados del cristal, no importa el sitio del cual se mire.

El autor desvela ese tipo de magia a través de su fraseo en espiral, que va a arriba y a abajo, tendiente a la desnudez de una identidad que nos es cercana por conocida; por dolorosa, quiero decir. Me pregunto ahora, visto a la distancia, si aquel periódico que encontré no lo habrá dejado a propósito en esa banca algún personaje de Villoro, tan dados que son a los actos terrenales y comunes. Quién sabe.

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