El creador de parajes

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No es un nombre que se repita en simposios y conferencias, ni en concursos de magnas obras de pujante construcción. Lo suyo no son los monumentos, rascacielos ni los grandes complejos habitacionales. El ganador del premio Pritzker de este año, Peter Zumthor, es el arquitecto local del ayuntamiento de Haldenstein, un pueblo de menos de mil habitantes en las montañas suizas, próximas a la frontera con Italia.
El Pritzker es el Nobel de la arquitectura. Y no por simple comparación: cuando en 1979 los dueños de la cadena de hoteles Hyatt, la familia Pritzker, dio los laureles al primer premiado –Philip Johnson–, lo hizo justamente para suplir esta falta en las categorías del máximo premio, tan importante en el negocio del hospedaje a gran escala. Luis Barragán es el único mexicano que ha logrado la presea, en 1980.
“En las manos hábiles de Zumthor los materiales, desde las láminas de cedro hasta el vidrio arenado, son utilizados en un modo que celebra sus propias cualidades”, según el fallo del jurado, compuesto por nueve reconocidos profesionales del ramo. Es casi una consecuencia lógica, pues fue aprendiz de ebanista durante su juventud en su natal Basilea, Suiza. Después se fue a Nueva York para formarse en su actual oficio. Y volvió para construir una serie de edificios que la crítica no titubea en calificar como poéticos.
Ha publicado dos libros: Pensar la arquitectura y Atmósferas: entornos arquitectónicos.En el primero, escribe: “Cuando me concentro en un sitio en específico o en un lugar para el cual voy a diseñar un edificio, cuando trato de comprender sus profundidades, su forma, su historia y sus cualidades sensibles, imágenes de otros lugares empiezan a invadir este proceso de minuciosa observación: imágenes de lugares que conozco y que alguna vez me impresionaron, imágenes de lugares ordinarios o especiales que cargo conmigo como visiones íntimas de ciertos estados de ánimo y cualidades.”
El museo Kolumba, en Colonia, Alemania, impresiona por su uso del material. En su base rescató los restos de una antigua catedral gótica, destruida en la Segunda Guerra Mundial, y el resto es un edificio de paredes altas, claras y horadadas en partes para llenar de luz las galerías.
El paraje se condensa en la nueva construcción. Su estructura para proteger unas ruinas romanas en Chur, Suiza, es ejemplo de conciliación entre el pasado, nosotros y el paisaje de un país escarpado.
El mismo principio abunda en el hotel-balneario de aguas termales de Vals, de muros grises y amplias cámaras cuadradas, inundadas de agua cristalina, azulosa y tibia: 580 francos suizos por tres noches, unos 7 mil 500 pesos.
Otros de sus edificios responden a comunidades completamente diferentes, a propósitos más sobrios. Es ya un hito el proceso de construcción del interior de la Capilla del Hermano Klaus, en Mechernich, Alemania, terminada hace apenas dos años. Por 24 días el granjero que encargó la obra y sus vecinos vaciaron capas de 50 centímetros de concreto cada día en una estructura de troncos unidos entre sí. Luego incendiaron los troncos. El resultado es una preciosa textura negra que en lo alto culmina con un umbral de sol.
La Capilla de san Benedicto, en Sumvitg, Suiza, es otra belleza de dimensiones íntimas. Cimentada en la inclinación de una colina y hecha completamente de madera, su figura es inusual: un óvalo que desemboca en una punta, como una hoja de laurel. El interior se constituye únicamente de una hilera de bancas sin respaldo, iluminadas por una franja constante de ventanas situadas en el límite de la pared con el techo. El altar al fondo sólo alberga un crucifijo.
Las palabras del jurado, otra vez, resumen su aportación al arte de hilar espacios: “Ha reducido la arquitectura a su más desnuda, pero más suntuosa esencia; ha reafirmado el indispensable lugar de la arquitectura en un mundo frágil”.

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