El apocalipsis interior

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Lars von Trier es un vicio. Un vicio que me vi tentada a abandonar por mero instinto de supervivencia, luego de Anticristo (2009), su soberbia obra previa, petrificante y siniestramente bella. Pero a los hábitos arraigados uno vuelve fatídica y resignadamente, aunque el resultado no sea otro que una moneda lanzada al aire. Melancolía (2011) es una especie de agridulce reconciliación entre el sometido y su objeto de debilidad.
La Tierra colisionará con el planeta Melancolía en cuestión de días, pero casi nadie lo sabe y, quienes sí, hacen como que no. En la primera parte del filme se celebra la accidentada, particular, boda de Justine y Michael en un suntuoso castillo asentado en la campiña, rodeado de un campo de golf de 18 hoyos. La fiesta se irá degradando hasta agotar el ánimo festivo y develar la soledad de Justine. En tanto, Claire encabeza la segunda parte del drama, que también va de lo colectivo, su angustia de madre ante el cataclismo, hacia su introspección.
Pocos asuntos tan manoseados en la historia del cine como las numerosas versiones del fin del mundo. Narrar el apocalipsis se ha convertido en un reto, obsesión incluso, para decenas de directores, aunque sigamos sin saber de dónde exactamente vendrá la estocada final para la raza humana. Pocas veces imaginamos, como lo hace Von Trier, que la extinción se gesta desde la profundidad de uno mismo.
Melancolía es aquella “tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas y morales”, según la RAE; mientras que para Von Trier también es la certeza de la muerte inaplazable, como una forma estoica, una pulsión de vida. La belleza en Melancolía es destrucción. Contiene latidos de muerte, citando a Rilke: “Lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, lo que todavía soportamos, y si tanto lo admiramos es porque su serenidad desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible”.
Las más de dos horas de arrobamiento espiritual cortesía de Claire (Charlotte Gainsbourg) y Justine (Kirsten Dunst), evidencian la tensión paralela entre la Tierra y Melancolía, los planetas que bailan la “danza de la muerte” y contra los optimistas pronósticos de la ciencia acabarán fundiéndose como un par de átomos cualquiera. Pero la dualidad de Justine y Claire traspasa el umbral del arte, hasta llegar a lo simbólico, al arquetipo del retorno, al caos original, valiéndose del instinto contra la razón, el misticismo contra la ciencia, la esperanza contra la resignación, que culminan en la escena de una moderna “Ofelia en el agua”, unida con su fuerza magnética.
La narrativa que propone Von Trier, apuesta al impacto de espectaculares planos interestelares, contrastados con los movimientos de la cámara en mano, que de pronto entorpecen más que benefician a la historia. La música agrega considerable densidad al filme –y aporta más de una vez la tensión que la imagen y el diálogo han descuidado– con el preludio de “Tristán e Isolda”, de Wagner, para que el director danés conduzca al éxtasis depresivo buscado. A pesar de su ímpetu por perseguir el fondo idóneo para el melancólico estado de ánimo, Von Trier descuida la forma perfecta; sin olvidar la estética, tampoco le saca todo el provecho al escenario, de pronto frívolo, que enmarca la historia.
Esta cinta, que para algunos debió ganar la Palma de Oro en Cannes en 2011, en lugar de El árbol de la vida, de Terrence Malick, será recordada por las desafortunadas declaraciones de Von Trier, ensalzando a Hitler y al nazismo, y el gran trabajo de dos actrices que no se guardaron nada: Dunst y Gainsbourg: sombrías, pasionales. Dunst, ganadora como mejor actriz de Cannes por este papel; Gainsbourg había sido premiada dos años antes por Anticristo.
El argumento parecería simple: un fin del mundo más, con métodos conocidos: psicosis e histeria colectivas, profecías, religiosidad, heroísmo. Pero no lo es. Melancolía se distingue por anteponer la tragedia ontológica como individuo antes que la social. “La vida en la Tierra es malvada, nadie la echará de menos”, le dice Justine a Claire en una de las escenas finales. Y probablemente tiene razón.

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