Bajo el cielo de Matatlán

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Manuel no sabe qué es una escuela. Sus cuatro años de edad los ha vivido en un basurero, junto con sus seis hermanos y su madre, María de los Ángeles, quien es pepenadora.
Él y sus hermanos usan un pantalón sucio y descuidado. Tener zapatos es un lujo casi inalcanzable a menos de que la basura se los regale. Están desnutridos, pero esto no impide que anden de aquí para allá, como cualquier niño.
Manuel dice que le gustan los sábados porque los franciscanos le enseñan a colorear. Sus amigos más cercanos son los perros y las moscas que lo siguen por doquier, como si el pequeño oliera a caramelo. Manuel   nos regala su sonrisa tímida mientras juega a ser Superman.

Dormir mojándose
Plásticos, lonas, cartón, tablas de madera apolilladas por la humedad y cualquier pedazo de hule protegen del sol y del frío a las 80 familias que  viven en las covachas construidas alrededor del vertedero de Matatlán, en Tonalà. Aunque cuando llueve, estos  materiales no son muy útiles.
La tierra humedecida por el agua es su cama, su mesa o su área de juegos. La puerta, una simple tela. Los muebles, cubetas viejas o rejillas de plástico.
“En esta temporada hay que dormir mojándose. Las covachas se mojan y se gotean, le vamos poniendo parchecitos de lona pero cuando nos las tumba el aire no tenemos otra más que pasar la noche cubriendo a las crías y nos quedamos a la intemperie”, comenta Ignacio, habitante del vertedero. Reitera que casi todo el año tienen gripa, dolores de cabeza, tos y problemas estomacales.
La lluvia es uno de sus enemigos, pero el más agresivo es el fuego. Las tabucos se han incendiado en tres ocasiones por descuido al cocinar con leña. En el último accidente, hace más de diez años, varios niños sufrieron graves quemaduras.

Cuando llega el oro
Están acostumbrados a picarse con agujas, cortarse con vidrios o tocar todo aquello que puede parecer nauseabundo. Nada los detiene. Buscan lo más útil de la basura, lo que a otros no les sirve. Dicen que con el reciclaje han perdido más del 30 por ciento del material que antes llegaba al vertedero.
A las ocho de la mañana comienzan su jornada y termina a las ocho de la noche o hasta que el sol se oculta. Aunque “cada quien trabaja lo que quiere y mueve tan rápido las manos como puede”, dice Andrés Gaona, uno de sus líderes.
Los pepenadores no descansan. No platican. Todos remueven los escombros casi al mismo ritmo. Todos usan gorra, sombrero, algún paliacate o por lo menos un trozo de tela que los proteja del sol. Sólo les preocupa llenar sus costales.
Al vertedero a diario llegan de 100 a 120 camiones recolectores de basura, y cuando el furgón se aproxima, los pepenadores se abalanzan sobre ellos, como si llegará oro, para intentar ser el primero en sacar el plástico, vidrio o cartón, lo que pueda valer más. Ellos también viven su propia crisis: con la separación de residuos sólo llega “la basura de la basura”.

Basura que no sólo esconde basura
El olor que desprende la basura no puede ser captado por la grabadora ni por la cámara fotográfica. Una gran nube se levanta sobre la montaña de basura, es el vapor blanquesino que emanan los lixiviados. Nos rodea, se eleva, marea. El olor —como de comida podrida— se acentúa con el de los desechos sanitarios, y atrae a varias docenas de perros que viven en el vertedero.
La basura no sólo esconde basura. Algún adorno, una cobija desgastada o el oso de peluche ya sin ojos pueden servir para decorar las barracas o como juguete para el pequeño que corre descalzo entre la basura, o hasta puede tener un valor. Los pepenadores venden lo invendible.
Pero hay casos extraordinarios, auténticos prodigios. Una vez don Luis encontró en una bolsa negra 12 mil pesos en efectivo, pero eso sólo le ha pasado una vez en 20 años que lleva pepenando. Pero el premio mayor fue para la “Chiquis”, una joven pepenadora, al encontrar 101 mil 500 pesos en billetes de 500 pesos. La extraordinaria casualidad no la ayudó demasiado, cuentan los pepenadores que se los gastó en la playa. Regresó sin un peso y a continuar viviendo entre la basura.

Labor marginada
Subir y bajar la montaña de basura para llenar su costal más de 20 veces en unas horas es la actividad diaria de Rocío Suárez. A sus 37 años recolecta latas de atún, de sardinas y de refrescos, por los cuales sólo recibe “diez pesos por costal de cartón y vidrio y treinta por el de aluminio”, dice un comprador en el vertedero. “Como el material es muy sucio, pagan muy barato”, señala Rocío. Si le va bien, al día gana 150 pesos.

Covachas de cartón, pero con canchas de basquetbol
Viven en covachas pero tendrán canchas de basquetbol. No cuentan con área para cocinar ni de servicios médicos. Están rodeados de desperdicios y tienen una capilla que se construyó con el apoyo de Caabsa Eagle.
La empresa recolectora de basura —quien es propietaria del predio en donde se encuentra el basurero— planea construir estas canchas a un lado del monte de basura. “Se tiene el proyecto de hacerles unas canchas que sirvan como recreación para ellos. Se les apoya de una u otra forma así como ellos nos apoyan cuando hacemos limpieza general”, dijo Édgar Rojas, jefe administrativo del vertedero de Matatlán, quien desconoce la inversión que se destinará para la construcción del espacio recreativo.
Tres puntos, un partidito. Y después, a la pepena.

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