Arquitectura emocional

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En este año que se cumple el centenario del nacimiento de Mathias Goeritz, el único testimonio  que nos queda en Guadalajara de su obra es la escultura El pájaro, creada en 1957, y que pese a su llamativo color amarillo, a sus dimensiones de veinticuatro metros de base por quince de altura y unas alas de doce metros, se halla ignorada y olvidada por la ciudad que originalmente acogiera al artista alemán en México hacia los años cuarenta.

Esta pieza, ahogada en la apatía y en el contaminado paisaje urbano, que se encuentra en las calles de Arcos e Inglaterra, pese a todo tiene el valor histórico de ser el primer trabajo escultórico de Goeritz, y de haber sido realizada a insistencia de Luis Barragán, para que el monolito anunciara la entrada a la entonces reciente colonia Jardines del Bosque.

Goeritz llegó a la ciudad invitado por Ignacio Díaz Morales, quien fundó la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Guadalajara y que para ello se dedicó a contratar profesores europeos que vinieran a ejercer su enseñanza a la institución. Allí Goertiz impartiría su Taller de Educación Visual en 1949.

Sin embargo, la ambición artística de Goeritz y la escasa posibilidad de desarrollo de ésta en Guadalajara, lo llevarían a la Ciudad de México, donde crearía la mayor parte de su trabajo, como el Museo Experimental El Eco y las Torres de Satélite, y que, ya fuera de manera individual o en colaboración con otros artistas —como el circuito escultórico La ruta de la amistad, con motivo de los Juegos Olímpicos de 1968— contribuyó a la transformación de la estética citadina.

También allá y a inicios de los años cincuenta, cuando inauguraba su museo, Goeritz definiría para siempre el sentido y la poética de sus intereses artísticos, mediante su Manifiesto de la arquitectura emocional, con el que —señala la investigadora María Teresa de Alba— creó “un marco teórico que permitió a los arquitectos no alineados al Estilo Internacional, argumentar su oposición al funcionalismo en boga en la América Latina de aquellos años, anticipándose a la llegada de las ideas que cuestionaban la capacidad de la arquitectura moderna para satisfacer las necesidades metafísicas del hombre”.

Sobre esa incapacidad de la arquitectura funcionalista para saciar exigencias más profundas del hombre, el propio Goeritz diría que se “busca una salida, pero ni el esteticismo exterior comprendido como ‘formalismo’, ni el regionalismo orgánico, ni aquel confusionismo dogmático se han enfrentado a fondo al problema de que el hombre-creador o receptor de nuestro tiempo, aspira a algo más que a una casa bonita, agradable y adecuada. Pide o tendrá que pedir un día de la arquitectura y de sus medios y materiales modernos, una elevación espiritual; simplemente dicho: una emoción como se la dio en su tiempo a la arquitectura de la pirámide, la del templo griego, la de la catedral románica o gótica o incluso la del palacio barroco. Sólo recibiendo de la arquitectura emociones verdaderas, el hombre puede volver a considerarla como arte”.

Por supuesto que las ideas y obras de Goeritz no fueron recibidas con beneplácito por toda la comunidad artística en México, y entre sus detractores se encontraban tan sólo los mesías del muralismo en el país. Así lo recuerda la académica Laura Ibarra en el dossier “Arte, sociedad y percepción”, de la Revista Universidad de Guadalajara: “Celosos del prestigio que Goeritz iba adquiriendo como artista y maestro, así como de su amistad con Rufino Tamayo, empezaron a menospreciar públicamente la obra del artista europeo David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera. En una carta que publicaron en los periódicos locales acusaron a Goeritz de ser ‘un simple simulador, carente en absoluto del más mínimo talento y preparación para el ejercicio del arte del que se presenta como profesional’. Se le catalogó de ‘cosmopolita’, ‘decadente’ y ‘agente del imperialismo’, incluso fue difamado como ‘nazi’. Con respecto a su actividad docente, le reprocharon ‘llevar a la juventud del país por caminos equivocados y peligrosos’.

Rivera fue aún más allá y exigió públicamente que Mathias fuera deportado, pues la edificación de El Eco deformaba al país”.

El escultor que deambuló por la pintura y la escultura, también lo hizo por las geografías, ya que salió de Alemania en lo que ahora es la ciudad polaca de Gdansk, para luego pasar por Marruecos, donde aunque con sus aparentes orígenes judíos trabajó para el gobierno alemán, luego iría a España y de ahí terminaría en México.

Hoy el artista es revalorado. Desde noviembre pasado y hasta abril se encuentra una exposición retrospectiva de su obra en el Museo Reina Sofía, en Madrid, llamada El retorno de la serpiente. Mathias Goeritz y la invención de la arquitectura emocional, que consta de más de doscientas piezas entre dibujos, bocetos, maquetas, fotografías y esculturas de su trayectoria, y que a partir de mayo estará en México en el Palacio de Cultura Banamex, y en octubre en el Museo Amparo, en Puebla.

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