Al volante con Keret

689

“Conozco a un tipo que se pasa el día fantaseando. ¿Cómo que el día? Bastante más que eso: anda siempre por la calle con los ojos cerrados”. Así comienza uno de los cuentos del escritor israelí Etgar Keret, que estará nuevamente en la FIL de Guadalajara de este año, y la imagen me parece la más adecuada para describirlo a él mismo; sólo que este autor fantasea con los ojos abiertos: “La verdadera inspiración surge de vivir la vida, del conjunto de momentos en que alguien te hace una pregunta y te detienes un segundo para responder. Por ejemplo, una vez vi a un hombre mayor parado esperando el autobús con el periódico en sus brazos y un café. Cada vez que tomaba café, el periódico se caía. En ese momento comencé a llorar porque supe que era un hombre como yo. En momentos como éstos me siento para tratar de escribir y articular con palabras lo que sentí y que los lectores entiendan por qué me pareció conmovedor ese momento en mi vida. Si lo que yo vi es entendible para todos los demás no necesito explicarlo y mediarlo”, dijo alguna vez el autor.

Lo de Keret son las mentiras, aquéllas que puedan ser creíbles, o al menos así lo dice uno de los personajes de sus historias: “Porque cuando uno le cuenta a alguien algo malo, enseguida se lo traga y le parece de lo más normal. Mientras que cuando te inventas cosas buenas, la gente tiende a sospechar”. Esto bien podría atribuírsele al tipo de periodismo de algunos medios, pero no es más que la reacción común que se tiene de lo que se dice y que, finalmente, puede ser usado por un escritor. Sería obvio que de ello alguien como Keret, nacido en Tel Aviv en 1967, hijo de padres sobrevivientes al Holocausto, y a quien le tocó crecer en medio de enfrentamientos raciales, sacara provecho; pero esto a él no le interesa, sino que se le ha opuesto con esa catarsis que es la risa: “Eso viene de la desesperación y el miedo que a veces se siente y cuando eso pasa los tienes que contrastar con un poco de humor. Si la vida es mala, con eso lo contrarrestas, si es buena, no lo necesitas; pero cuando es mala, este tipo de humor te protege como si fuera una bolsa de aire de un carro”.

Una anécdota de Keret, respecto a cómo se inició en la escritura —aunque bien podría ser una verdad embellecida, como decía Bret Easton Ellis al hablar de su propia vida— sucedió durante el servicio militar cuando para no meterse en líos prefería escribir que hablar, y al hacer un cuento para entretenerse se lo dio a su hermano para que lo leyera al llegar a casa. El papel del cuento, aparentemente bueno, terminó siendo el envoltorio para recoger las heces del perro familiar. Posiblemente su probada capacidad para contener algo de inmundicia y limpiar su mundo con optimismo le dio la revelación. El otro descubrimiento sobre la manera de narrar que buscaba le vendría también en esos días, al encontrarse con la literatura latinoamericana mientras pagaba acuartelado un castigo en la base por ser un mal soldado. Lo que para quien “se había acostumbrado a la escritura de Hemingway, Carver, Cheever y otros hiperrealistas estadounidenses, esto fue una verdadera revolución”.

Entonces, para este escritor israelí, el concepto de imaginación literaria tomaría un sentido totalmente diferente, porque “yo creía que la ficción ‘seria’ guardaba relación con algún tipo de objetivismo realista y que todas las obras no realistas pertenecían exclusivamente al género de la ciencia-ficción. Sólo gracias al encuentro con la ficción latinoamericana me he dado cuenta de que escribir algo ‘real’ no significa que deba obedecer las leyes de la naturaleza, sino que esté cerca de la verdad que uno siente en su corazón. La imaginación emocional de García Márquez y la narrativa reflexiva de Cortázar parecían mucho más cercanas a mi verdad interior que toda la ficción realista que había leído hasta entonces”.

Partiendo de ahí Keret se ha encargado de hacer una literatura en la que algunos han visto, además del humor sarcástico, una propuesta de lo absurdo cercana a Gogol y Kafka. Entonces comienzan las historias, desde una conversación o una escena en la calle. Sin pensar en una idea preconcebida, sólo un punto inicial, sin saber a dónde se dirige; como si se montara en su automóvil sin rumbo fijo: “La primera cosa que tengo que hacer es pisar el acelerador y poner mis manos sobre el volante. Si me estrello tal vez llegue a algún lugar interesante. Pero antes no puedo saberlo”.

Artículo anteriorFallece doctora Luz María Villarreal de Puga
Artículo siguienteEl refresco dañino