Verdi o inventar la verdad

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En una fortuita noche de invierno de 1840 Giuseppe se reencontraba con Merelli, un empresario milanés con el que ya había trabajado antes como compositor. Hacía poco tiempo que Margarita Barezzi, esposa de Giuseppe, había muerto en brazos de su padre a causa de una encefalitis, no mucho después de que sus dos hijos, Virginia e Icilio, nacidos en el mismo parto, murieran a los catorce meses. Para ese momento Giuseppe ya tenía dos óperas compuestas, de las que había obtenido un modesto reconocimiento, pero la devastación que le produjo la tragedia le había hecho determinarse a nunca más escribir una partitura.

Pero ahora, Merelli —consciente del  talento del compositor y de que éste le debía un par de obras por contrato— mañosamente lo persuadió de que le pusiera música a un libreto de Solera, basado en el éxodo bíblico, arguyendo dramáticamente que se había quedado sin quién más lo hiciera. Giuseppe se llevó a casa el libreto, pero se sentía incómodo con aquella situación y terminó por arrojar al piso el texto. Casualmente se abrió sobre la página que contenía el verso “Va pensiero, sull’ali dorate”, y ya no pudo dejarlo: “No podía apartar a Nabucco de mi cabeza. Incapaz de dormir, me levanté y leí el libreto, no una, sino dos o tres veces, por lo que a la mañana siguiente lo conocía ya a profundidad”.

Precisamente aquella mañana su resistencia a volver a escribir se derrumbó, y en los meses posteriores habría de terminar la ópera para que se estrenase en marzo de 1842, con un éxito imponente. La vida de Giuseppe Verdi había dado un giro, pues “con esta obra se podría decir que ha empezado mi carrera artística”. Nabucodonosor —como se llamó originalmente— marcaría en definitiva y para siempre la labor de quien en 2013 cumple el bicentenario de su nacimiento. Y si tal ópera determinó su trabajo se debe a que con ella logró acercarse a los pensamientos y sentimientos del público, para los que dispuso su talento, y no para los críticos e intelectuales del arte. “La taquilla —diría casi al final de su vida— es el termómetro adecuado para medir el éxito”.

Verdi se inició en la música en la parroquia de Le Roncole, Busseto, la aldea donde nació el 10 de octubre de 1813, gracias a que el organista fue su primer profesor en ese arte. Fue en el campanario de esa misma iglesia —le contó su madre, no sin dejar algo de duda, pero con romanticismo—, donde se había escondido con él siendo un pequeño de brazos ante una invasión de soldados rusos que arrasaban la localidad. Luego, al ver el entusiasmo y aptitud del niño, su padre le compraría una vieja espineta que fue reparada por un vecino. Morirían el párroco y el organista, y a los diez años sería el encargado de tocar el instrumento por 36 liras anuales. Entonces empezó la travesía musical del compositor que, así como tomó clases, pronto tendría oportunidad de ser nombrado maestro de música y de dirigir orquesta, a la vez que componía sus obras juveniles que años más tarde se encargaría de destruir, aunque alguna haya sobrevivido como una curiosa reliquia.

En aquel bagaje que surgió más desde la pobreza y el contacto con el pueblo se formaría Verdi. Como diría Isaiah Berlin, había nacido de “una unidad interior intacta, de un sentido de pertenencia a su propio tiempo, a su sociedad y a su medio”. Por ello sus obras, sobre todo las más grandes, han permanecido en la predilección y la memoria de artistas y auditorio, por encima de tantos compositores, y al que sólo se le ha podido encarar con el gran Wagner; pero éste último, debido a la exacerbada intelectualización, no ha logrado ser tan popular, algo por lo que los estudiosos han discutido desde los mismos tiempos de ambos músicos, anteponiendo argumentos en no pocas veces desde los círculos académicos o de concepción en apariencia más refinada del arte, aun cuando el resultado de la experiencia sensorial sea más efectiva con una propuesta de sencillez —que no sin rigor y genialidad— para la percepción cultural. El mismo Berlin dijo del músico italiano que fue “el último maestro en pintar con colores positivos, claros, primarios; en dar expresión directa a las expresiones humanas primordiales, eternas […] Noble, simple, con un grado de vitalidad intacta y un vasto poder natural para la creación”.

El director orquestal Riccardo Muti, un especialista en el autor de óperas tan afamadas como Rigoletto, Aída, La Traviata, Il trovatore u Otello, no podría no estar de acuerdo con esa concepción, ya que para él “Verdi es el músico de la vida, y desde luego es el músico de mi vida”. Si tanta fuerza y vigor que desde un inicio mostraron los personajes de sus obras siguen vigentes, es porque a través de los libretos —a los que no fácilmente aprobaba, si se excedían en demasiadas palabras más que expresividad—, así como de una orquestación que fuera capaz de crear el drama por sí sola o de ser el portador preciso del canto, daba cuenta de unos caracteres, a los que siendo un admirador de Shakespeare —del que no sólo recreó a Otello, sino también a Macbeth y a Falstaff— buscaba dotarlos de una auténtica personalidad, en la que la melodía y la armonía hicieron la pintura de su psicología. Una que era más cercana a la verdad, no con roles acartonados o afectados, sino los que olieran a humanidad, la que otros preferían barnizar para que no fuera estridente, pero a la que Verdi, más que trasladarla con una intención apegada al simple verismo, deseaba generar, ya que decía que “copiar la verdad puede ser una buena cosa, pero inventar la verdad, es mejor, mucho mejor”.

Y claro que no es que Verdi falseara las cosas, sino que, mediante la estética, pudo realzar aquello que sin esa mano hubiera aparecido aplanado ante los ojos del espectador a causa de su cotidianidad, que gracias al manejo estilizado creó el vínculo de identificación. Lo que, como afirma Gerard Mortier, consejero artístico del Teatro Real de Madrid, aunque a la larga se transformaría en una “apropiación tan lamentable por parte de la pequeña y gran burguesía […] Han fabricado un Verdi a su medida”, en realidad Verdi lo pensó desde los contextos político y social a causa de sus orígenes humildes, pues es alguien que promovía la libertad y la justicia, y con su música defiende a “los que deben sufrir por el terror, la situación social y la explotación a manos de otros” y por eso su compasión se encamina a “todos los que se ven forzados a vivir en los márgenes”, y sus héroes son outsiders que los burgueses tendrían reparo en invitar a sus mesas, continúa Mortier.

Por ello, el coro de los esclavos hebreos de Nabucco logró tanta aceptación, que posteriormente se convertiría en un himno italiano en torno a la unificación y la lucha contra la invasión extranjera, que bien puede ser un canto contra la opresión y en recuerdo de su país para cualquiera en el mundo: “Vuela pensamiento, con alas doradas/ pósate en las praderas y en las cimas,/ donde exhala su suave fragancia/ el aire dulce de la tierra natal/ […] ¡Ay, mi patria, tan bella y abandonada!/ ¡Ay, recuerdo tan grato y fatal!”. Eso mismo sería lo que el tumulto entonaría durante el funeral de Verdi, aunque quizá hubiera venido más acorde el aria que puso al final de Falstaff, su última ópera: “Tutto nel mondo è burla”.

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