Seis escritores entre los grandes

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La Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL), que este año tiene como Invitado de Honor al país de Portugal, también guarda en su programa un amplio repertorio de centenarios y homenajes a escritores mexicanos. De tal manera que las letras nacionales también correrán por los pasillos de la Feria, ya que este año se celebra el centenario de Juan José Arreola, Alí Chumacero y José Luis Martínez, los tres de algún modo jaliscienses por nacimiento y formación sentimental; además de los noventa años de la venida al mundo de Carlos Fuentes. Pero como la muerte no deja de realizar su trabajo, también se recordarán a Sergio Pitol y Huberto Batis, quienes en el pasado cercano han dejado este plano terrenal para ir a engrosar la pléyade de escritores y artistas mexicanos que ya son parte de nuestra historia literaria. Cada uno a su modo —cada loco con su tema—, todos lograron ofrecer entrañables retrato e imágenes de nuestro país gracias a su obra, que en distintas medidas y maneras ha hecho que esta red de palabras y de lenguaje, con tono muy a la mexicana, se entreteja en la literatura universal. Hemos elegido algunos textos para dar a conocer de nueva cuenta sus voces e imaginaciones, esperando que en breve el posible lector vaya a la fuente de las obras que escribieron y que son parte de nuestras letras más importantes.

Juan José Arreola

Cérvidos

Fuera del espacio y del tiempo, los ciervos discurren con veloz lentitud y nadie sabe dónde se ubican mejor, si en la inmovilidad o en el movimiento que ellos combinan de tal modo que nos vemos obligados a situarlos en lo eterno.

Inertes o dinámicos, modifican continuamente el ámbito natural y perfeccionan nuestras ideas acerca del tiempo, el espacio y la traslación de los móviles. Hechos a propósito para solventar la antigua paradoja, son a un tiempo Aquiles y la tortuga, el arco y la flecha: corren sin alcanzarse; se paran y algo queda siempre fuera de ellos galopando. El ciervo, que no puede estarse quieto, avanza como una aparición, ya sea entre los árboles reales o desde un boscaje de leyenda: Venado de San Huberto que lleva una cruz entre los cuernos o cierva que amamanta a Genoveva de Brabante. Donde quiera que se encuentren, el macho y la hembra componen la misma pareja fabulosa.

Pieza venatoria por excelencia, todos tenemos la intención de cobrarla, aunque sea con la mirada. Y si Juan de Yepes nos dice que fue tan alto, tan alto que le dio a la caza alcance, no se está refiriendo a la paloma terrenal sino al ciervo profundo, inalcanzable y volador.

Juan José Arreola a tres voces:

Orso Arreola y Sara Poot

26 de noviembre, 18:00 horas,

Salón 6, planta baja.

 

Carlos Fuentes

Chac Mool (fragmento)

Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue despedido de la Secretaría, con una recriminación pública del Director y rumores de locura y hasta de robo. Esto no lo creí. Sí pude ver unos oficios descabellados, preguntándole al Oficial Mayor si el agua podía olerse, ofreciendo sus servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para hacer llover en el desierto. No supe qué explicación darme a mí mismo; pensé que las lluvias excepcionalmente fuertes, de ese verano, habían enervado a mi amigo. O que alguna depresión moral debía producir la vida en aquel caserón antiguo, con la mitad de los cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de familia. Los apuntes siguientes son de fines de septiembre:

“Chac Mool puede ser simpático cuando quiere, ‘…un gluglú de agua embelesada’… Sabe historias fantásticas sobre los monzones, las lluvias ecuatoriales y el castigo de los desiertos; cada planta arranca de su paternidad mítica: el sauce es su hija descarriada, los lotos, sus niños mimados; su suegra, el cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor, extrahumano, que emana de esa carne que no lo es, de las sandalias flamantes de vejez. Con risa estridente, Chac Mool revela cómo fue descubierto por Le Plongeon y puesto físicamente en contacto de hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en el cántaro y en la tempestad, naturalmente; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado del escondite maya en el que yacía es artificial y cruel. Creo que Chac Mool nunca lo perdonará. Él sabe de la inminencia del hecho estético.

“He debido proporcionarle sapolio para que se lave el vientre que el mercader, al creerlo azteca, le untó de salsa ketchup. No pareció gustarle mi pregunta sobre su parentesco con Tláloc, y cuando se enoja, sus dientes, de por sí repulsivos, se afilan y brillan. Los primeros días, bajó a dormir al sótano; desde ayer, lo hace en mi cama.

“Hoy empezó la temporada seca. Ayer, desde la sala donde ahora duermo, comencé a oír los mismos lamentos roncos del principio, seguidos de ruidos terribles. Subí; entreabrí la puerta de la recámara: Chac Mool estaba rompiendo las lámparas, los muebles; al verme, saltó hacia la puerta con las manos arañadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder al baño. Luego bajó, jadeante, y pidió agua; todo el día tiene corriendo los grifos, no queda un centímetro seco en la casa. Tengo que dormir muy abrigado, y le he pedido que no empape más la sala.”

La vigencia del pensamiento político de Carlos Fuentes a 90 años de su nacimiento

25 de noviembre, 17:00 horas,

Auditorio Juan Rulfo, planta baja.

José luis Martínez

Los caciques culturales (fragmento)

Así en el mundo político, en el de la cultura existen también caciques: el personaje más fuerte que guía a los demás, que dicta las reglas, protege a su grey y, excepcionalmente, castiga a los rebeldes. Suele llamársele maestro.

Cuando se estabiliza la actividad literaria con el triunfo de la República en 1867, el maestro o cacique es Ignacio M. Altamirano y su vigencia dura hasta 1889, cuando se va a España como cónsul de México. En la despedida que le organizó el Liceo Mexicano, Manuel Gutiérrez Nájera reconoció cuánto había hecho Altamirano por las letras nacionales y dijo que él era “algo así como el presidente de la república de las letras mexicanas”.

En la década final del siglo XIX y a principios del XX, ese magisterio recayó en Justo Sierra. Desde sus puestos en el Ministerio de Educación, él encauzaba y cuidaba a la grey literaria y daba becas a pintores como Diego Rivera para que fueran a Europa a “perfeccionarse”. Como subsecretario (1901-1905) y ministro de Instrucción Pública (1905-1911) al final del régimen porfiriano, pudo hacer e hizo mucho por la cultura y la educación, culminando su obra con la fundación de la Universidad Nacional en 1910. Su magisterio concluyó con su viaje a España en 1912, donde moriría poco después.

Lo ocurrido con estos dos primeros maestros-caciques va a determinar las características que tendrá esta función en nuestro siglo:

1. Deberá ser un escritor importante y en lo posible el mejor de su tiempo.

2. Deberá ocupar puestos que le permitan ayudar y proteger a los escritores jóvenes.

3. Deberá vivir en México.

En los primeros años del siglo XX, con el Ateneo de la Juventud, el dominicano Pedro Henríquez Ureña, aunque no tiene el poder, es el impulsor de la vida cultural y el maestro que guía a los ateneístas, sobre todo a Alfonso Reyes, a cuya formación intelectual se consagra.

El primer ateneísta que tuvo el poder fue José Vasconcelos que, en sus “años de águila” —como los llamó Claude Fell— de 1921 a 1924, como rector de la Universidad y secretario de Educación Pública, organizó la educación popular, creó bibliotecas, promovió la pintura mural, hizo espléndidas publicaciones, importó educadores hispanoamericanos y se rodeó de un renacentista conjunto de maestros, filósofos, escritores, arquitectos, artistas y poetas. Muchos de ellos lo siguieron en su aventura política de 1929, que fracasó y lo lanzó al destierro y a la confusión.

Vasconcelos —escribió Christopher Domínguez Michael— vivió sin consuelo durante treinta años, ofreciendo a sus compatriotas el espectáculo de la descomposición moral que infectó a una de las almas más turbulentas y hermosas de la historia nacional.

Homenaje a José Luis Martínez

Conferencia Magistral

de Enrique Krauze

27 de noviembre, 20:00 horas,

Auditorio Juan Rulfo, planta baja.

 

Sergio Pitol

Ícaro (fragmento)

El narrador ha visto esa tarde, en una sesión del Festival Cinematográfico de Venecia, un film japonés que revela, de un modo en apariencia inequívoco, aunque la acción transcurra en Japón (y un episodio esté situado en Macao), la vida de un amigo muerto unos años atrás en condiciones extrañas en una pequeña ciudad de la costa de Montenegro. Ha caminado, conmovido, durante varias horas, ha vuelto a su hotel, ha telefoneado a México, ha conversado con su mujer, pero nada logra disipar la perturbación que la escena final le produjo.

Todo tiende a asegurarle la tranquilidad, el buen reposo. Manos competentes, ojos previsores, mentes exclusivamente destinadas a imaginar sus exigencias y deseos y a procurar satisfacérselos, se han esforzado en crear aquel ambiente, tan necesario en los momentos en que una reafirmación se vuelve indispensable. El teléfono a la mano; las cortinas de brocado espeso; la rugosa colcha de cretona con rayas de un verde suave que combina con otro aún más suave, imperceptible casi; una reproducción de Guardi, otra de Carpaccio. Algún broche de cromo o aluminio inteligentemente entreverado entre los muebles oscuros. Todo en la medida necesaria para recordarle al turista que no está solo, que no se ha derrumbado en otra época, que el Carpaccio y el Guardi y el falso brocado que cubre los muros son exclusivamente atmósfera, que continúa inmerso en su siglo, que una de las puertas conduce a un baño donde brilla el azulejo, el plástico, los metales cromados. Hacerle saber, en fin, que basta oprimir un botón para que surja un camarero y minutos después, sobre una mesa, aparezca el whisky, el hielo y también, si uno lo desea, un buen rizzotto de pesce, la cassatta, el café.

Carlos hablaba con frecuencia de las ventajas que podía proporcionar la vida en un hotel. En realidad, buena parte de su existencia transcurrió en ellos; conocía toda la gama, desde ese tipo de hoteles hasta las casas de huéspedes más inmundas, cuartos de alquiler de aspecto y hedor inenarrables. ¡A saber cómo sería aquel sitio en que pasó sus últimos días!

Homenaje a Sergio Pitol

28 de noviembre, 18:00 horas.

Salón 5, planta baja.

 

Humberto Batis

Medio siglo de vida periodística cultural (fragmento de una entrevista con Ariel Ruiz Mondragón)

Toda mi vida, desde estudiante, me he dedicado a hacer revistas literarias, porque no había dónde publicar cuentos y poemas; nos publicaban un cuento y un poema cada año, aunque nos pedían que hiciéramos reseñas de libros o de cine, por lo que nos convirtieron en críticos cuando éramos muy jóvenes ignorantes.

Sin embargo, eso formó un espíritu de examen y de exigencia, que hoy no veo por ninguna parte; los jóvenes dejan pasar todo, no les importa y no hay una actitud crítica.

Yo comencé con una revista en mimeógrafo cuando era estudiante de secundaria en Guadalajara; luego, cuando estaba en la preparatoria de los jesuitas publicaba cuentos en la revista del Instituto de Ciencias de Guadalajara, y también lo hacía en los periódicos de esta ciudad El Informador y El Occidental. Además publiqué en otras revistas de la Ciudad de México que enviaban mis amigas, a las que les daba poemas, los mandaban y salían en la Revista de la familia, que era una publicación que compraban las muchachas para tejer y cortar vestidos; pero hasta esa revista tenía una sección literaria y estaba abierta a publicar los poemas que sus lectores de provincia mandaban, fíjate nada más, qué maravilla.

Después, cuando entré a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, hacíamos una revista a máquina que se llamaba Folklore, pronunciada a la alemana y que no tenía nada de folclórica; nos parecía bonito el nombre. Posteriormente llegué a Letras y a Difusión Cultural, y conocí a Carlos Valdés, a Juan García Ponce, a Juan Vicente Melo, a Inés Arredondo, a José de la Colina, a José Emilio Pacheco, a Carlos Monsiváis, etcétera. Todos publicábamos en la Revista de la Universidad de México o en los Cuadernos de Bellas Artes, que dirigía el doctor Elías Nandino, poeta de Jalisco que era un epígono de los Contemporáneos, un poeta homosexual que era médico de Lecumberri para poder ligarse allí a los presos, y que murió de noventa y tantos años.

Valdés y yo hicimos la revista Cuadernos del Viento; editábamos en papeles de colores porque nos vendían remesas de papel bond más barato, pero eran pliegos grandes y de colores. Entonces, podías encontrar un número en verde, azul y en amarillo; sólo el último número lo hicimos en papel blanco, como se debe. La revista duró siete años, fíjese nada más qué proeza, de 1960 a 1967. En este año mis maestros Agustín Yáñez (quien dirigía la Secretaría de Educación Pública) y José Luis Martínez (director del Instituto Nacional de Bellas Artes), me invitaron a hacer la Revista de Bellas Artes, donde duré seis años.

Por lo anterior, heredé la revista Cuadernos del Viento a un grupo de jóvenes, quienes ya no se pudieron coordinar para seguir haciéndola, pese a que ya habíamos consolidado un sistema de patrocinios, de anuncios de las instituciones que nos permitía incluso regalar la revista. Al principio la vendíamos y al final la regalábamos porque cobrar era un problema, no porque no quisieran dar el dinero sino porque teníamos que andar por todas partes; no había el sistema de depositar en una cuenta de banco o de hacer un giro, por lo que cobrábamos de mano en mano. Esto en la Universidad era fácil, y mis compañeras me ayudaban a vender. El poeta, escritor y narrador Jorge Arturo Ojeda, quien fue discípulo e imitador de Juan José Arreola, me ayudaba a vocear la revista en la Facultad de Filosofía y Letras, y la vendía o la regalaba.

Llamó mucho la atención lo que habíamos logrado tantos años, y por eso me dieron la revista institucional; fue una especie de tentación para los jóvenes y todos seguimos publicando en la Revista de Bellas Artes. Juan García Ponce era el director de la Revista Mexicana de Literatura; antes de él la hacían Antonio Alatorre y Tomás Segovia, pero la habían fundado Emmanuel Carballo y Carlos Fuentes. Esa revista se acabó más o menos igual que Cuadernos del Viento, en 1966.

Lo que Huberto Batis nos dejó

2 de diciembre, 18:0o horas.

Salón Mariano Azuela, planta alta

Alí Chumacero

Poema de amorosa raíz

Antes que el viento fuera mar volcado,

que la noche se unciera su vestido de luto

y que estrellas y luna fincaran sobre el cielo

la albura de sus cuerpos.

Antes que luz, que sombra y que montaña

miraran levantarse las almas de sus cúspides;

primero que algo fuera flotando bajo el aire;

tiempo antes que el principio.

Cuando aún no nacía la esperanza

ni vagaban los ángeles en su firme blancura;

cuando el agua no estaba ni en la ciencia de Dios;

antes, antes, muy antes.

Cuando aún no había flores en las sendas

porque las sendas no eran ni las flores estaban;

cuando azul no era el cielo ni rojas las hormigas,

ya éramos tú y yo.

Homenaje a Alí Chumacero

30 de noviembre, 19:00 horas, Salón E, Área Internacional.

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