Retornos de un zombi en litio

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Saber que una película tiene que ser buena tan solo con ver esa foto de tres personajes indudablemente alternativos que gritan al unísono y de forma curiosa sobre el cartel que anuncia el filme. Mirar el cartel en uno de esos centros cinematográficos dizque primer mundo y esperar semanas, hasta meses, y nada, pues la aparentemente interesante y muy llamativa cinta nunca se estrena. Sorber el último trago del agua fresca, mientras estacionas con la ilusa ilusión que ahí sí algo te sorprenderá. Hurgar en otro monopolio fílmico más, pero distinto, en el que no te queda otra alternativa que rentar, porque la verdad no hay muchas opciones para sentirse un poco más libres a la hora de la elección. Ver con ojos de ¿te cae? y hasta de ¡poca madre! el título de esa película que tanto te había llamado la atención, y decir: chido, ya la armé. Regresar a casa, prender la compu, conectarla a la tele, meter el DVD e incluirle subtítulos en español, nomás para que no se te vayan los inevitables diálogos confusos. Correr a sentarte con la adrenalina presa del deseo, más cuando sabes que actúa una Natalie Portman, estás seguro, más cercana al brillante papel de la niña aprendiz de asesina en El profesional, de Luc Besson, que de la parca heroína en la segunda trilogía de las galaxias, de George Lucas. Animar la sesión de cine en caja idiota, leyendo nuevamente el título Tiempo de volver, e ignorar que a pesar del interés, te enterarás después que en inglés se llama Garden state (EU, 2004), y que el protagonista es el mismo protagonista de la serie de Sony, conocida como Scrubs, y sentir el primer asombro de la tarde. Caer por el hoyo del primer regreso del pasmado Andrew, que ha estado alejado de sus raíces, y la suya real realidad. Llorar ni tú ni él en absoluto la muerte que lo hace regresar, porque su mamá ha muerto, pero más una parte de él. Entender que la historia pinta que va a estar mejor de lo que ya está, porque los actores, la fotografía, los diálogos, la música y la inteligente propuesta te atrapan desde un principio, y más cuando descubres que el guionista, el director y el protagonista principal son el mismo, y ni puedes creer que sea ese del sitcom mencionado. Regresar casi a la par del protagonista, sus amigos y esa Sam que cautiva, hace reír, llorar y más en esta inusual y virtuosa comedia romántica que es regreso de muchos otros regresos.

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El ermitaño retorno de Andrew (Zach Braff, buen actor, excelente director, mejor guionista de esta película) a su lugar de origen, para no llorar lo que tiene que llorar, para redescubrir a sus viejos amigos, para azarosamente conocer un ángel terrenal, para enterrar más que a su mamá una vida pasmada a ritmo de litio recetado por su siquiatra padre, algo que es también el retorno de todos los que alguna vez retornaron. Sin embargo, su joven y talentoso creador tiene el bienvenido arrojo de quien no cae en el lugar común, porque permite a los protagonistas y demás actores hacer lo que no esperamos que hicieran, digan lo que no supusimos que dirían, sentir como no creímos, pero sienten. Algo pasa con Andrew. No son esos dolores que cree padecer en todo lo alto de su crisma sin la sima de la vida que vive en lugar de estar, pero y/o no estar confortablemente pasmado. Sin embargo, los regresos son puertas que se abren después de cerrar otras detrás nuestro. Y del otro lado, cuando el actor mediocre que está sin estarlo cruza el umbral, descubre que después de todo se puede vivir sin los nombres químicos esos de las prescripciones paternas. La culpa se adivina por algún lado de su pulpa humana. Como tantas otras injustificadas, pero culpas al fin. Quizá a veces solo se necesita la risa, la irreverencia y la sagacidad de una niña, que no puede ser posible para abrir la benevolente caja de Pandora de la mejor versión de sí mismo. Andrew, por medio de una niña tan mujer como Sam, junto a su amigo sepulturero de extraños, mas simpáticos procederes, y otros, como el inventor del velcro silencioso que no sabe qué hacer con su nueva fortuna, por medio del hacer tierra al mismo tiempo que abre las alas y vuela, comprenderá que no hay mucho qué comprender. Comprenderlo no es difícil, sino asimilarlo, hacerlo suyo y no volver a dejarlo ir. Su regresar aglutina en un mismo espacio el regresó, el regresa y el regresará. Porque el retorno del protagonista (tan parecido como al retorno de cualquiera), hacia donde quiere ir, con quien desea estar y hacer lo que soñó sin ser el prisionero de un diagnóstico errado y un accidente imposible, puede ser posible. Solo hay que seguir un itinerario absurdo (asombroso) con la mujer que bien podrías amar, con los examigos que empero lo siguen siendo, con el recuerdo doloroso que con un poco de esfuerzo y al natural es factible sea presente gozoso. Y así o asá continuar regresando.

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Encontrarte plácidamente sentado con tu pareja, mirando una cinta culpable de sentir tanto placer y de que tengas ganas de besarla como Andrew besa a Sam sobre esa grúa de cara al abismo de lo que fueron y de la montaña que comienzan a ser. Reír mucho. Cuánta risa reída. Y por ahí llorar ese llanto llorado que emociona porque sin duda alguna no hay una escena o secuencia o toma que sobre, que falte, que esté de más. Asombrarte de tantos asombros juntos provocados por un filme de esos independientes, de esos ópera prima, de esos que demuestran por vez primera que su autor, Zach Braff, tiene mucho futuro, y que confirma una vez más que Natalie Portman está destinada a ser una gran e indiscutible figura de la pantalla grande. Sonreír con la breve, pero fuerte presencia de Ian Holm, quizá probablemente por qué no, una de las máximas figuras histriónicas vivas del cine británico. Confirmarte a ti mismo que de esta cinta vas a escribir, porque es cinta nada que ver con otras, porque es filme mucho más que original y poco convencional, porque es película que no se ve todos los días como todas las películas que acostumbra nuestra insigne cartelera proyectar. Asentir cuando estás no solo, de acuerdo, sino agradecido de la inteligente estructura narrativa, de la importancia del tan excelente soundtrack y música accidental de lo que dicen los personajes y hasta dejan de decir del resultado final, cuando todo aparenta terminar, no solo como no queríamos, si no como debería de finiquitar, para dar paso al The end imaginario y los créditos respectivos. Reírte después de haber reído tanto, aún después de haber visto la película, pero sobre todo ir hallándole tantas cositas, cosas y cosotas que mueven a la reflexión, las ideas y el asombro, como cuando caes en la cuenta que el título original, Garden state, además de aludir al lugar de origen del protagonista, es metáfora de ese estado de quietud pasmosa, tan rememorativa del confortably numb pinkfloyiano. Sentir que acabas de ver una “mubi” nada que ver con otras “mubis” de esas que sencillito, pero inteligentito, provocan un dejo de esperanza de que hay quienes quieren, pueden y hacen un cine que realmente vale la pena, más allá de su función como entretenimiento, porque este tipo de “mubis” te hace sentir tan bien, te provoca pensar tanto que, caracoles, recáspita y recórcholis, te das cuenta que más que cine de arte, es cine bien cine, incluso cine literario que, seguramente, hará que retornes una y otra vez a la sala de cine buscando algo parecido.

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