Las virtudes de Natalia

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Es tan fácil —y placentero— ser artificioso que cuando algún escritor hace literatura desde el otro margen, desde la palabra sobria y seductora, no resulta sencillo aquilatarlo. Por decir lo menos se duda de esas páginas que, no obstante, se mantienen y gustan sin importar la llegada de nuevos libros y autores. Nada más claro que la palabra sin adornos, incluso tal vez nada más brillante que eso; sin embargo implica un trabajo que pocos logran porque, paradójicamente, se trata de tallar la piedra hasta que el filamento puro y reseco asoma, ya que extrae los adentros de quien escribe y los exprime, los deja al garete como cuando un trapo húmedo ondea sobre el tendedero cualquier tarde de viento y lluvia. Y porque esta literatura sin artificio es la carne y esencia de su autor.

Este tipo de escritura alcanzó Natalia Ginzburg, autora italiana que murió hace veinticinco años y nació hace un siglo. Ginzburg encontró en lo cercano, en lo deslucido, aquello que muchos buscan en el halo de la inspiración o en sesudos pensamientos que muchas veces no provocan mayormente emoción. Y la literatura que no emociona —incluso en lo anodino o lo meramente anecdótico— topa pronto con pared, se viene abajo. Pronto se da con la emoción en la prosa de Ginzburg, quien vivió en el exilio y del que volvió para encontrarse de frente con la muerte y su inexpugnable rostro —aunque no la suya propia, sino la de su marido. A partir de entonces su emoción fue diferente, otra.

“Hasta que no quedó nada por decir”. Al igual que esta frase, del ensayo “Invierno en Abruzos” que abre su libro Las pequeñas virtudes, Natalia Ginzburg escribió hasta que prácticamente no le quedó nada por decir. Ese desangrarse del que dejaron constancia los modernistas y muchos han imitado. Exprimió sus adentros y la pluma, a su vez, la estrujó a ella. Si la lectura es el arte de la réplica, como escribió Ezra Pound, la escritura, en el caso de Ginzbgurg, tal vez sea el arte de vivir. O de ese vivir que emparentamos con el drama, entendido como el placer y el dolor que nos llegan en oleadas para después pasarlos por el cedazo y encontrar un líquido que al apurarlo nos propone un camino de ida, sin retorno, ascendente como los círculos del infierno de Dante. No hay lo uno sin lo otro, y si lo uno no busca lo otro queda trunco.

La vida contada pareciera no deparar sorpresas, porque no desconcierta. Pero Ginzburg nos cuenta la suya en Las pequeñas virtudes, un libro que ensaya sobre diversos temas y preocupaciones de la autora y que hace del ensayo su caballo de batalla. Un ejercicio muy semejante y sobresaliente hizo Clarice Lispector, quien mediante la crónica, el ensayo, el cuento y la novela se dejaba ir por los senderos que seguía en la vida y no dudaba un momento para dárselos a probar a sus lectores, a nosotros, tan acostumbrados a la literatura de cepa que no supimos aquilatar esa escritura a tiempo —sólo ahora, cuando Lispector ya no está. Como con Ginzburg también.

En Ginzburg, en su persona, en su convivir con aquello que la rodeaba, todo adquiría una estatura que de pronto sobrepasaba sus fuerzas o la maravillaba. El aprendizaje para saber llevar los zapatos rotos en su infancia la marcó de por vida, tanto que cuando fue ya una escritora famosa y leída y reconocida en la calle, seguía lidiando al calzarse el único par de zapatos que tenía en su clóset. No necesitó más, se acomodó a ese vivir y lo llevó con soltura, con comodidad, con apego incluso.

Exiliada, junto con su marido y sus hijos, se dio a la tarea de borronear ese tiempo duro con la escritura, con la descripción sutil de lo cotidiano pero que, al mismo tiempo, constituía el escape perfecto para dejar que su cabeza revoloteara y se distrajera de lo terrenal. En esa estadía obligada la nostalgia era a veces “hasta agradable, como una compañía dulce y levemente embriagadora”. Pero a veces “se hacía intensa y amarga, y se convertía en odio”. La sintió como la obligación de estar frente a un muro, que hace pensar en Dostoeivski y sus Memorias de la casa de los muertos, donde da cuenta de su reclusión en una prisión siberiana. Ginzburg veía sus propios muros, el campo, la gente, el paisaje, eso que transcurría para comprender “de pronto que las mayores alegrías de nuestra vida están fuera de la realidad”.

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